«El Señor extendió su mano, tocó mi boca y me dijo: "Yo pongo mis palabras en tu boca. Mira, en este día te constituyo sobre las naciones y sobre los reinos para arrancar y destruir, para derribar y deshacer, para edificar y plantar."» Todo profetismo implica una iniciativa de parte de Dios y una elección. Podríamos ver el profetismo como una especie de sacerdocio. Los profetas, en tanto mensajeros de la palabra de Dios, son apartados, o mejor, elegidos de entre el pueblo, para ser alimentados por la palabra (el librito devorado se vuelve amargo en el estómago: Ap 10, 10), regresar de nuevo al pueblo y anunciar el mensaje de Dios.
Nadie niega la originalidad del profetismo en Israel. Se puede pensar con razón que la mayoría de los profetas no hubieran elegido serlo. De ahí que cobre tanto significado el hecho de la elección divina. Se trata de una gracia sobrenatural y de una libérrima voluntad divina, que desde el vientre materno elige y consagra al varón de Dios para esta misión particular, no sin sufrimiento y dolor, no sin rechazo y muerte (no hay profeta que no muera en Jerusalén: Lc 13, 33). Viendo la importancia del mensaje a lo largo de la Revelación, una piedra fundamental queda al descubierto: la misma Revelación escrita, o sea, la Escritura, es fruto del ministerio de la Palabra. Como ha sucedido tanto en la conformación del Canon del Antiguo Testamento como del Nuevo Testamento, todo parte del deseo y la iniciativa de Dios de comunicarse con su Pueblo y de iniciar con él una relación de amistad. Ante el hombre que se esconde (imagen del Edén) del rostro de Yahveh, intentando encubrir su desnudez y su conciencia de la vista su Creador, el Dios misericordioso no se queda de brazos cruzados y busca reestablecer el diálogo con sus criaturas más amadas. La palabra que una vez fue dicha sobre Dios y su relación con el hombre, fue repetida y recordada, hecha rito y ceremonia religiosa, celebración de la vida misma, tomó cuerpo en el idioma del pueblo elegido y se hizo letra para iluminar y dar vida. Tan cierto como que no hay una tradición fundamental que no tenga su libro, así en sentido contrario, todo libro sagrado es el resultado de la cristalización de la Palabra proclamada, vivificante y de autoridad que no puede ser olvidada. El testimonio de todos los Patriarcas, de Moisés y de los acontecimientos que marcaron el surgimiento del Judaísmo con toda la teología implicada y su depósito moral, nos ha llegado gracias a la perpetuación de la palabra dicha y escrita, recogida y sacralizada en el culto hebreo. Así pues, podemos decir que la misma existencia de la Biblia es el testimonio de que Dios no se ha quedado en silencio. No por gusto hablamos del judaísmo como la religión de la Ley (libro escrito) y al Cristianismo, la religión de la Palabra encarnada (Dios mismo que viene a hablar). Luego, el ministerio de la Palabra es mucho más amplio que el del profetismo. Pero no se impide que se haga la analogía en sentido contrario, pues el que proclama la Palabra de Dios en el modo que sea, no deja de ser un verdadero vocero de Dios y profeta. Una visión de conjunto nos ayudará a darnos cuenta de que el profetismo no es más que un fenómeno-etapa en la historia de la salvación, y que también ha tomado otras modalidades válidas para cada momento histórico. Toda la historia de la salvación, que abraca muchos más que la suma de los dos testamentos (AT+NT), implicando las historias reales y paralelas en las que Dios no deja de manifestarse, hasta en pueblos ajenos a su “elección”, y toda la historia de la humanidad después de la muerte del último apóstol hasta nuestros días, es una evidencia de que la Profecía siempre está presente. Desde todas la revelaciones o manifestaciones de la divinidad a lo largo de todo el AT hasta el anuncio del ángel Gabriel a María, el envío y la predicación de los apóstoles, la expansión de la fe cristiana en el mundo y los frutos de bien que fuera del cristianismo ha cosechado la humanidad, etc., todo nace del deseo de un Dios amoroso que busca comunicarse con los hombres. Por último, es oportuno volver a decir que esta iniciativa no nace del hombre escurridizo, sino del Dios cuya naturaleza misma es la auto-donación dinámica y bienaventurada. Si quisiéramos ver el extremo manifestado de esta voluntad comunicativa del Padre, culminaríamos en la encarnación del Logos (Palabra eterna) para enmudecer sobrepasados por tal misterio. Cuando decimos que “Dios lo ha dicho todo en su Verbo” (San Juan de la Cruz), no estamos hablando de imágenes poéticas para ensalzar el mensaje de Cristo. El culmen del profetismo se halla realizado en el Profeta definitivo que ha venido a trazar como ningún otro el camino hacia el Padre y ha colocado su propia humanidad como puente hacia la intimidad con el Inaccesible. No hay mayor emisario o vocero que la misma voluntad expresada en persona, con palabras y gestos. Jesús fue esa voluntad y misericordia del Padre expresadas perfectísimamente. “El que me ve a mí ve al Padre” pues “el Padre y yo somos una sola cosa”, nunca hubo sobre la tierra profeta que gozara de tal prerrogativa: “Cuando hayáis elevado al Hijo del hombre, entonces, sabréis que yo soy”. El sello de su palabra fue la cruz y la garantía de su eficacia su resurrección.
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Podemos analizar las distintas etapas del profetismo bíblico en cinco etapas principales: (1) el período pre-monárquico, (2) el período de la monarquía unida, (3) el período de las monarquías separadas, (4) el del exilio babilónico y (5) el período post-exílico.
Otra forma también de subdividir el profetismo es en dos etapas. Una primera etapa, los profetas pre-clásicos, comprende a los llamados profetas no escritores, que son los que terminan en el siglo VIII a.C. Estos integran a los profetas de las dos primeras etapas según el modo de dividirlos arriba. Y los que comprenden el período del siglo VII a.C. en adelante, que son los llamados profetas clásicos, en integran las últimas tres etapas. De estos profetas últimos es que hemos tratado en la materia que nos ocupa. Sea cual sea la etapa o momento histórico que le haya tocado vivir al profeta, hay algo que tienen en común: el llamado a dar un mensaje por parte de Dios, el celo por la Ley y la intrepidez a la hora de denunciar un mal, sea moral o social, personal o público. Cada momento de la historia ha demandado el ejercicio del profetismo de alguna u otra manera. Desde el llamado de Moisés para emprender el camino de la liberación y dar la Ley divina a los israelitas, hasta la vida misma de Jesucristo, el nuevo Moisés. Hay dos realidades que se entretejen en la vida de la humanidad. Por un lado la actividad y el comportamiento de los hombres, y por el otro, la intervención o el obrar de Dios en el contexto humano. El profeta es el hombre pegado a Dios en la oración, pero también mediante el contacto con la realidad histórica en la que está sumergido, y de la que es él mismo heredero y responsable en parte mayor o menor. El contacto con Dios en la oración lo inflama en el sentimiento religioso, muy propio del pueblo israelita, y lo relaciona inmensamente con la idea de la elección divina. El conocimiento de la Ley y el contacto cotidiano con ella, le confirman en la certeza del cómo debe obrar. El contacto con la gente y la crudeza de los males del pueblo, en sus distintas realidades sociopolíticas, le hacen tomar partido por los más pobres, abandonados y desprotegidos del pueblo. De ahí que muchas veces se llega a ver el cuidado y delicadeza por el bien de los forasteros. El contacto del profeta con los más poderosos o acomodados del pueblo, aquellos que son tenidos como los principales de la ciudad, le lleva a conocer las diferencias existentes entre un estilo de vida y otro, reconocen como la riqueza, el poder y el vivir rodeado de placeres, les lleva a un olvido o traición de las tradiciones religiosas y orales. El contacto con la religiosidad popular, le hacen reconocer también el nivel de pobreza espiritual. El profeta no puede callar lo que conoce, por un lado es preso de la voluntad de Dios que además ratifica con el conocimiento de la Torá, mientras que por el otro lado es testigo de los males que asolan la verdadera fe y la vida que Dios quiere para su pueblo. El mensaje profético se vuelve en él como un fuego abrazador que le quema y le obliga a hablar, a gritar, a proclamar el oráculo de Yahveh, “poniendo su cara como pedernal”; también es el hombre llamado a denunciar toda la maldad que contempla y que despierta el celo devorador por Dios y por la religión judaica. Las denuncias del profeta se concretizan en la idolatría y el olvido de la Ley de Dios. Los sincretismos religiosos con las creencias circunvecinas, la idolatría, el descuido del culto y la traición que los sacerdotes mismos hacen de sus funciones, le obligan a desenvainar su palabra como una espada. La ira de Dios se manifiesta con todas las imágenes posibles en las descripciones del profeta. También denunciará el profeta todo tipo de explotación. No era suficiente él decálogo para recordar al pueblo elegido que ellos mismos fueron forasteros en tierra extranjera. Había que tomar partido también por la viuda, el huérfano, el desvalido, el abatido, cuya esperanza y soporte estaban en Yahveh. Retrasar el jornal al obrero o no hacer justicia a la viuda o al huérfano, serían pecados que clamarían al cielo. El desconfiar de Yahveh como guardián de su pueblo, el recurrir a los reyes vecinos para establecer alianzas con ellos y así poder salir victoriosos en las batallas, no era más que una verdadera “prostitución” en la mentalidad del profeta. Para vencer no hay que tomar el camino humano de las alianzas y de los convenios, negociando los intereses, que en muchas ocasiones terminaban por restar libertad a Israel y poner en peligro la pureza del culto a Yahveh. En este sentido, resultarán ocasionalmente incomprensibles los reclamos de los profetas, las profecías en los momentos de crisis son duras contra el pueblo elegido. Por haber puesto la confianza en Egipto, Asiria o Babilonia, Dios los abandona en manos de sus contrarios, cuando no de ellos mismos. Pareciera como si el perfecta estuviera al servicio del enemigo (recordemos a Jeremías). Algo debe quedarnos claro, el profeta no solo es un gran hombre religioso que no deja de ver el mundo con los ojos de Dios, de su Ley y su Justicia; sino que se trata de hombres profundamente objetivos, y no de se dejan engañar por falsas expectativas al punto de confiar tanto en el hombre que no vean la realidad de la miseria humana y el testimonio de la historia perenne: los planes de Dios se realizarán aunque los poderosos no puedan comprenderlos o se opongan a ellos. “La amó y obró en ella maravillas; Introducción
El presente trabajo intenta exponer sintéticamente la figura de María desde la teología magisterial de la Iglesia, tomando como base principalmente 4 documentos:
Igualmente, abordaremos la cuestión mariológica principalmente desde cuatro perspectivas:
Desarrollo 1. María en el Misterio de Cristo y de la Iglesia: su importancia y necesidad El estudio de la mariología debe verse dentro de todo el entramado teológico, no como una disciplina “estanco”. La figura de María es un elemento clave en toda la economía de la Salvación, siendo ella misma la escogida por Dios, en su libre designio, para inaugurar con su “fiat” la plenitud de los tiempos. La Madre del Redentor tiene un lugar preciso en el plan de la salvación, porque “al llegar la plenitud de los tiempos”, el Hijo de Dios ha venido a encarnarse en su seno virginal.[5] Y esto, por una libre y soberana disposición de Dios, que infinitamente sabio y misericordioso, para llevar a cabo la redención del mundo, “al llegar la plenitud de los tiempos, envió a su Hijo, nacido de mujer, para que recibiésemos la adopción de hijos” (Ga 4, 4-5).[6] Es por ello, que los fieles unidos a Cristo Cabeza y en comunión con todos sus santos, deben venerar también la memoria «en primer lugar de la gloriosa siempre Virgen María, Madre de nuestro Dios y Señor Jesucristo», ya que ella es, después de Cristo, la que “ocupa en la santa Iglesia el lugar más alto y a la vez más cercano a nosotros.”[7] 2. María en las Escrituras: su función en la economía de la salvación. “Los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento y la Tradición venerable manifiestan de un modo cada vez más claro la función de la Madre del Salvador en la economía de la salvación y vienen como a ponerla delante de los ojos.”[8] Ella es preanunciada proféticamente en muchos pasajes del Antiguo Testamento y finalmente presentada por el Nuevo, como una figura esencial en el proyecto de la salvación. Anunciada en el Génesis: La Nueva Eva. La figura de la mujer Madre del Redentor aparece ya proféticamente bosquejada en la promesa de la victoria sobre la serpiente, hecha a los primeros padres caídos en pecado (cf. Gen 3, 15).[9] Así son anunciados juntos, tanto el Que pisará la cabeza de la serpiente como la que le dará a luz. Contemplada por los Profetas: La Hija de Sion. Ella concebirá y dará a luz un Hijo, que se llamará Emmanuel (cf. Is 7,14; cf. Mi 5, 2-3; Mt 1, 22-23). Sobresaliendo así entre los humildes y pobres del Señor (los anawin), que confiadamente esperan y reciben de Él la salvación. En esta Hija de Sión se cumple la plenitud de los tiempos y se instaura la nueva economía, al tomar de ella la naturaleza humana el Hijo de Dios.[10] María de Nazaret: La Virgen del “fíat”. Con su “fiat”, María es introducida definitivamente en el misterio de Cristo, a través del acontecimiento de la anunciación del ángel.[11] Éste la saluda como la «llena de gracia» (cf. Lc 1, 28), y ella responde al mensajero celestial: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38).”[12] De ahí que hablemos de la singular cooperación de María en la obra salvadora, que comienza a concretarse, en la historia humana, a partir de la encarnación del Verbo. La Bienaventurada por siempre. La primer “proclamación” de la maternidad divina que encontramos en el Evangelio de Lucas, donde María es llamada “madre de mi Señor”. La verdadera bienaventuranza de María hay que contemplarla en su cooperación con Cristo.[13] Esta bienaventuranza, proclamada por Isabel y referida a la fe de María en la salvación prometida (cf. Lc 1, 41-45), es la bienaventuranza que le profiere toda la iglesia por todas las generaciones en su culto de hiperdulía. La fe de María puede compararse con la de Abraham, llamado por el Apóstol “nuestro padre en la fe” (cf. Rom 4, 12). En la economía salvífica la fe de Abraham constituye el comienzo de la Antigua Alianza; la fe de María en la anunciación da comienzo a la Nueva Alianza.[14] La Madre del Enmanuel Salvador. En el nacimiento de Jesús, aparece María, “llena de gozo, presentando a los pastores y a los Magos a su Hijo primogénito, que, lejos de menoscabar, consagró su integridad virginal”[15]. La Madre del “Dios-con-nosotros” no es solamente la sede donde se sienta el Rey recién nacido. Ella le ha dado al Logos eterno, su carne y su sangre, síntesis de la humanidad que necesita ser asumida y redimida. Madre oferente, futura víctima: “una espada atravesará tu alma”. En el pasaje de la Presentación del Niño Jesús, María ofrece a su Hijo y se ofrece con el mismo. Habiendo “hecha la ofrenda propia de los pobres, lo presentó al Señor en el templo y oyó profetizar a Simeón que el Hijo sería signo de contradicción y que una espada atravesaría el alma de la Madre, para que se descubran los pensamientos de muchos corazones (cf. Lc 2, 34-35).” En el Calvario terminará de cumplirse esta profecía.[16] La Contemplativa obediente. “Después de haber perdido al Niño Jesús y haberlo buscado con angustia, sus padres lo encontraron en el templo, ocupado en las cosas de su Padre, y no entendieron la respuesta del Hijo. Pero su Madre conservaba todo esto en su corazón para meditarlo (cf. Lc 2, 41-51).”[17] Jesús aparece como Maestro entre los doctores, Él es la Sabiduría y la Palabra del Padre que ha venido a contarnos cómo es Él. María escucha las palabras de su Hijo Maestro, calla con docilidad y medita. La Intercesora de Caná, la llave que abre la puerta de los signos de Cristo. “En la vida pública de Jesús aparece su Madre desde el principio, cuando en las bodas de Caná de Galilea, movida a misericordia, suscitó con su intercesión el comienzo de los milagros de Jesús Mesías (cf. Jn 2, 1-11).”[18] La función materna de María se encuentra en las palabras dirigidas a los criados: “Haced lo que él os diga”. Ella es la portavoz de la voluntad del Hijo, indicadora de aquellas exigencias que deben cumplirse, para que se manifieste el poder salvífico.[19] María, la discípula fiel entre los discípulos. A lo largo del ministerio público de Jesús, María lo sigue de cerca como la más perfecta de los discípulos. Ella es la mejor discípula, tal como lo enseña Jesús, quien exaltando el reino por encima de las condiciones y lazos de la carne y de la sangre, proclama bienaventurados (cf. Mc 3, 35; Lc 11, 27-28) a los que escuchan y guardan la palabra de Dios, tal como ella lo hacía fielmente (cf. Lc 2, 29 y 51).[20] Al pie de la Cruz, Madre de la Iglesia y de todos los vivientes en el orden de la gracia. Se unió con el Hijo hasta la cruz, junto a la cual se mantuvo erguida (cf. Jn 19, 25), sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a su sacrificio, consintiendo en la inmolación de la víctima que ella misma había engendrado. María es constituida madre de todos los discípulos de su Hijo, al ser entregada por el mismo Cristo, agonizante en la cruz, como madre al discípulo con estas palabras: «Mujer, he ahí a tu hijo» (cf. Jn 19,26-27).[21] En Juan, el discípulo amado, están comprendidos todos los discípulos, quienes igualmente deben recibir a la Madre en su casa. Madre orante en Pentecostés. Por no haber querido Dios manifestar solemnemente el misterio de la salvación humana antes de derramar el Espíritu, los Apóstoles, antes del día de Pentecostés, “perseveraban unánimes en la oración con algunas mujeres, con María, la Madre de Jesús, y con los hermanos de éste” (Hch 1, 14). También está María presente, implorando con sus oraciones el don del Espíritu, que en la Anunciación ya la había cubierto con su sombra.[22] La Mujer del Apocalipsis, Madre de Cristo y sus discípulos. Aquella “enemistad”, anunciada al comienzo, es confirmada en el Apocalipsis, libro de las realidades últimas de la Iglesia y del mundo, donde vuelve de nuevo la señal de “la mujer”, que se presenta “vestida del sol”, y que da a luz a Aquel que regirá a las naciones (Ap 12, 1ss). María está situada en el centro mismo de esta “enemistad”, de aquella lucha que acompaña la historia de la humanidad en la tierra y la historia misma de la salvación.[23] 3. La Santísima Virgen en la Teología Dogmática El conocimiento del misterio de la Virgen contribuye a un conocimiento más profundo del misterio de Cristo, de la Iglesia y de la vocación del hombre. En una buena mariología no hay peligro de restar al misterio de Cristo, pues en María «todo es relativo a Cristo» y «sólo en el misterio de Cristo se aclara plenamente su misterio». Cuanto más la Iglesia profundiza en el misterio de Cristo, tanto más comprende la singular dignidad de su Madre y su papel en la historia de la salvación.[24] Los Cuatro Dogmas Marianos. A lo largo de la historia, la Iglesia ha reflexionado en la figura de María y su lugar singular en el misterio de Cristo. Cuatro son los dogmas que adornan la persona de la Virgen, y han sido proclamados por el Magisterio como:
Maternidad Divina (La Theotokos) Este es el dogma primordial de María, sin éste los otros no tienen su razón de ser. “Efectivamente, la Virgen María, que al anuncio del ángel recibió al Verbo de Dios en su alma y en su cuerpo y dio la Vida al mundo, es reconocida y venerada como verdadera Madre de Dios y del Redentor.”[25] Perpetua Virginidad (La Aeiparthenos) María es también la "Virgen-Madre", aquella que “por su fe y obediencia engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre, sin contacto con hombre, sino cubierta por la sombra del Espíritu Santo”.[26] Inmaculada Concepción “Redimida de modo eminente, en previsión de los méritos de su Hijo, y unida a Él con un vínculo estrecho e indisoluble, está enriquecida con la suma prerrogativa y dignidad de ser la Madre de Dios Hijo, y por eso hija predilecta del Padre y sagrario del Espíritu Santo.”[27] “Nada tiene de extraño que entre los Santos Padres prevaleciera la costumbre de llamar a la Madre de Dios totalmente santa e inmune de toda mancha de pecado, como plasmada y hecha una nueva criatura por el Espíritu Santo. Enriquecida desde el primer instante de su concepción con el resplandor de una santidad enteramente singular.”[28] Asunción al Cielo en cuerpo y alma “Asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna.”[29] “Terminado el decurso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial y fue ensalzada por el Señor como Reina universal con el fin de que se asemejase de forma más plena a su Hijo, Señor de señores (cf. Ap 19, 16) y vencedor del pecado y de la muerte”.[30] Títulos Marianos La Santísima Virgen es invocada en la Iglesia con los títulos de:
Madre de la Iglesia, Madre de los cristianos Unida en la estirpe de Adán, con todos los hombres «es verdadera madre de los miembros (de Cristo)..., por haber cooperado con su amor a que naciesen en la Iglesia los fieles, que son miembros de aquella Cabeza».[32] Ella es nuestra madre en el orden de la gracia, y esta maternidad perdura sin cesar desde la Anunciación hasta el Calvario, donde se mantuvo “sin vacilar al pie de la cruz hasta la consumación perpetua de todos los elegidos.”[33] Mediadora «Uno es el Mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús» (1 Tm 2, 5-6). Sin embargo, la misión maternal de María para con nosotros no oscurece ni disminuye en modo alguno la mediación única de Cristo, antes bien sirve para demostrar su poder.[34] Pero esta mediación es una participación en la única mediación de Cristo, pues: “Jamás podrá compararse criatura alguna con el Verbo encarnado y Redentor… La Iglesia no duda en confesar esta función subordinada de María.”[35] Tipo y ejemplar acabadísimo de la Iglesia, Icono escatológico de la Iglesia. María es miembro excelentísimo y enteramente singular de la Iglesia, que instruida por el Espíritu Santo, “la venera, como a madre amantísima, con afecto de piedad filial.”[36] La Madre de Dios es tipo de la Iglesia, pues en el misterio de la Iglesia, que con razón es llamada también madre y virgen, precedió la Santísima Virgen, presentándose de forma eminente y singular como modelo de virgen y de madre.[37] Nueva Eva Creyendo y obedeciendo, engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre, como una nueva Eva, que presta su fe exenta de toda duda, no a la antigua serpiente, sino al mensajero de Dios (cf. Rm 8,29).[38] «El nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de María… lo atado por Eva con su incredulidad, fue desatado por María mediante su fe». María es «Madre de los vivientes» porque «la muerte vino por Eva, pero la vida, por María».[39] Cooperadora en la obra de la salvación Consagrada totalmente a la persona y a la obra de su Hijo, María no fue un instrumento puramente pasivo en las manos de Dios, sino que cooperó a la salvación de los hombres con fe y obediencia libres.[40] “Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, padeciendo con su Hijo cuando moría en la cruz, cooperó en forma enteramente impar a la obra del Salvador.”[41] Para la Marialis Cultus, María es:
En la Carta de la Congregación para la Educación Católica, María es:
4. María en la Liturgia (La Panagia) María, ensalzada, por gracia de Dios, después de su Hijo, por encima de todos los ángeles y de todos los hombres… es honrada por la Iglesia con un culto especial… Venerada con el título de «Madre de Dios», a cuyo amparo los fieles suplicantes se acogen en todos sus peligros y necesidades.[44] El culto a la Santísima Virgen El culto actual a la Santísima Virgen es una derivación, una prolongación y un incremento incesante del culto que la Iglesia de todos los tiempos le ha tributado con escrupuloso estudio de la verdad y nobleza de formas.[45] Este tiene su razón última en el designio insondable de Dios, el cual siendo caridad eterna y divina, lleva a cabo todo según un designio de amor: “la amó y obró en ella maravillas; la amó por sí mismo, la amó por nosotros; se la dio a sí mismo y la dio a nosotros.”[46] La devoción a la Santísima Virgen, insertada en el cauce del único culto que "justa y merecidamente" se llama "cristiano" (en Cristo tiene su origen y eficacia), es un elemento cualificador de la genuina piedad de la Iglesia. Por tanto, corresponde un culto singular al puesto también singular que María ocupa dentro del plan redentor de Dios.[47] Este culto se distingue esencialmente del culto de adoración tributado a la Trinidad. “El santo Concilio enseña y amonesta a todos los hijos de la Iglesia que fomenten con generosidad el culto a la Santísima Virgen, particularmente el litúrgico; que estimen en mucho las prácticas y los ejercicios de piedad hacia ella recomendados por el Magisterio en el curso de los siglos y que observen escrupulosamente cuanto en los tiempos pasados fue decretado acerca del culto a las imágenes de Cristo, de la Santísima Virgen y de los santos.”[48] La Virgen en la Liturgia Romana restaurada El Calendario General, quiere resaltar la obra de la salvación en días determinados, distribuyendo en el ciclo anual todo el misterio de Cristo, desde la Encarnación hasta la espera de su venida gloriosa, incluyendo la memoria de la Madre dentro del ciclo anual de los misterios del Hijo:
Después se han de considerar las celebraciones que conmemoran acontecimientos en los que la Virgen estuvo estrechamente vinculada al Hijo:
El Concilio Vaticano II exhorta a promover, junto al culto litúrgico, otras formas de piedad. Sin embargo, la veneración de los fieles hacia la Madre de Dios ha tomado formas diversas en que se manifiesta el desgaste del tiempo. Por ello, se hace necesario una renovación que permita sustituir en ellas los elementos caducos, dar valor a los perennes e incorporar los nuevos datos doctrinales adquiridos por la reflexión teológica y los propuestos por el magisterio eclesiástico.[51] Se exhorta a los teólogos y predicadores a:
Algunos principios básicos para orientar la devoción mariana en el trabajo pastoral El culto de la Virgen debe tener una nota: Trinitaria, Cristológica y Eclesial. Debe tener 4 orientaciones: Bíblica, litúrgica, ecuménica y antropológica.[52] La finalidad última del culto a la bienaventurada Virgen es glorificar a Dios y empeñar a los cristianos en un vida absolutamente conforme a su voluntad.[53] Anotaciones sobre dos ejercicios de piedad El Ángelus: Se exhorta vivamente a mantener su rezo acostumbrado, donde y cuando sea posible. El Ángelus no necesita restauración, pues conserva toda su actualidad y frescura. El Rosario: Cuidar la contemplación en su rezo. Sin ésta el Rosario es un cuerpo sin alma y su rezo corre el peligro de convertirse en mecánica repetición de fórmulas y de contradecir la advertencia de Jesús: "cuando oréis no seáis charlatanes como los paganos que creen ser escuchados en virtud de su locuacidad" (Mt 6,7).[54] Llamada de atención de la Congregación para la Educación Católica La CEC llama especialmente la atención de los educadores de seminarios sobre la necesidad de suscitar una auténtica piedad mariana en los seminaristas, quienes serán un día los principales agentes de la pastoral de la Iglesia. De modo que éstos «con confianza filial amen y veneren a la Santísima Virgen María, que Jesucristo muriendo en la cruz dejó a su discípulo como Madre».[55] La CEC con esta Carta quiere que los estudiantes y seminaristas:
6. María, signo de esperanza (LG 69) Es motivo de gozo el que también entre los hermanos separados no falten quienes tributan el debido honor a la Madre del Señor, especialmente entre los Orientales. Se exhorta a que oren los fieles para que todas las familias de los pueblos, aún los que todavía desconocen a su Salvador, lleguen a reunirse felizmente, en paz y concordia, en un solo Pueblo de Dios, para gloria de la Santísima e indivisible Trinidad. 6.1 María en el camino de la Unidad San Juan Pablo II subraya cuán profundamente unidas se sienten la Iglesia católica, la Iglesia ortodoxa y las antiguas Iglesias orientales por el amor y por la alabanza a la Theotókos. En la liturgia bizantina, en todas las horas del Oficio divino, la alabanza a la Madre está unida a la alabanza al Hijo y a la que, por medio del Hijo, se eleva al Padre en el Espíritu Santo.[57] Conclusiones En todo el trabajo de síntesis, hemos podido constatar que no hay una justificación teológica válida para minusvalorar o no tomar en cuenta el papel de la Siempre Virgen María en el conjunto de todas las disciplinas teológicas. La Santa Madre de Dios está posicionada de modo único en la economía de la salvación y es presentada por la Revelación como la figura que más perfectamente ha cooperado en la obra redentora del Hijo de Dios, Quien ha querido también ser Hijo de María. El misterio de María está presente en toda la Revelación. Primeramente como promesa, pero igualmente predestinada a una obra sin parangón, ser la puerta de entrada de Dios a este mundo. En la Nueva Alianza, María da su “sí” al proyecto divino, con entera libertad, y lo hace en nombre de toda la humanidad caída, aunque siendo ella preservada de toda mancha por virtud y deseo singularísimo de Dios. Ella inaugura la fe del Nuevo Testamento, dando carne, sangre y huesos al Verbo Eterno, ante la admiración de toda la creación. Es por todo esto, que María es la Toda Santa y Hermosa, la criatura más perfecta y agraciada de la Santísima Trinidad. Ella, sin dejar de ser una de nuestra raza, es nuestra Madre en el orden de la gracia, es la Reina Madre del Rey Dios, y este misterio sobrepasa cualquier entendimiento. Solo nos queda hacer de esta síntesis una invitación a abismarnos en la alabanza de la Virgen Bienaventurada, cantando con la liturgia de nuestros hermanos de Oriente: “Más gloriosa que los querubines e incomparablemente más valiosa que los serafines, que incorruptiblemente diste a luz a Dios Verbo, Santa Madre de Dios, verdaderamente te magnificamos”. Amén. [58] Bibliografía Concilio Ecuménico Vaticano II, Documentos. BAC, Madrid, 1987. ROYO MARIN, A.: Teología y espiritualidad marianas. BAC, Madrid, 1997. MARTINEZ DAIMIEL, C.: Introducción a la mariología, CEIT. Santo Domingo, 2017. NOTAS: [1] A partir de este momento, el documento Lumen Gentium será citado como LG. [2] A partir de este momento, el documento Marialis Cultus será citado como MC. [3] A partir de este momento, la Carta de la Congregación para la Educación Católica será citado como CCEC. [4] A partir de este momento, el documento Redemptoris Mater será citado como RM. [5] RM 1. [6] LG 52. [7] LG 52; 54. [8] LG 55. [9] Ib. [10] Ib. [11] RM 8. [12] LG 56. [13] LG 57. [14] RM 14. [15] LG 57. [16] Ib. [17] Ib. [18] LG 58. [19] RM 21. [20] LG 58. [21] LG 58. [22] LG 59. [23] RM 11. [24] CCEC 18-19. [25] LG 53. [26] MC 15. [27] LG 53. [28] LG 56. [29] LG 62. [30] LG 59. [31] LG 62. [32] LG 53. [33] LG 62 [34] LG 60. [35] LG 62; RM 38-41. [36] LG 53. [37] LG 63; RM 42-47. [38] LG 63. [39] LG 56. [40] Ib. [41] LG 61. [42] MC 16-23. [43] CCEC 10-17. [44] LG 66. [45] MC 15. [46] MC 56. [47] MC Intr. [48] LG 67. [49] MC 2-10. [50] MC 7-14. [51] MC 24. [52] MC 25-38. [53] MC 39. [54] MC 40-55. [55] CCEC 33. [56] CCEC 34. [57] RM 31-32. [58] Cf. Divina Liturgia de San Juan Crisóstomo. (2017) He querido tomar el tema de la Teología de la Liberación, no solo por su vigencia, sino por su utilidad para nuestro contexto latinoamericano. Me he servido del libro de Gustavo Gutiérrez: “Teología de la Liberación. Perspectivas.”
DATOS DEL AUTOR Gustavo Gutiérrez Merino (Lima, 8 de junio de 1928) Sacerdote peruano, pertenece a la Orden Dominica y es doctor en teología. Con una larga trayectoria pastoral en el Perú como asesor en el ámbito universitario y en su actividad pastoral, ha combinado siempre esta tarea con una fructífera reflexión teológica. Autor de Teología de la Liberación. Perspectivas, (1971) traducida a trece idiomas. Es actualmente profesor de teología de la Universidad de Notre Dame, en Estados Unidos y profesor invitado de la Pontificia Universidad Santo Tomás de Aquino de Roma (Angelicum). Es asimismo fundador del Centro de Estudios y Publicaciones y del Instituto Bartolomé de Las Casas. Entre sus otras obras destaca En busca de los pobres de Jesucristo. El pensamiento de Bartolomé de Las Casas (1992). Ha recibido el Premio Príncipe de Asturias 2003 en la mención Comunicación y Humanidades, ha sido nombrado Doctor Honoris Causa por numerosas universidades a nivel mundial. A mediados del 2010 recibió el título de Maestro en Sacra Teología en la Orden Dominica y en el 2012 el Premio Nacional de Cultura del Perú en la categoría Trayectoria y ha recibido recientemente el Premio “Pacen in terris”. TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN. PERSPECTIVAS (Breve reseña). Gustavo Gutiérrez publicó Teología de la liberación-Perspectivas en 1971. El texto se acerca a los desafíos enfrentados por la Iglesia con un estudio no sólo desde un punto de vista teológico, sino también desde una perspectiva histórica, política y socio-económica. Unos treinta y tres años después de su primera publicación, Teología de la liberación sigue siendo un texto esencial en el estudio del movimiento de la teología de la liberación. En su introducción Gutiérrez escribe que su reflexión teológica viene desde una perspectiva latinoamericana, “subcontinente de opresión y despojo”. Publicado durante una época de la dictadura militar latinoamericana, el autor examina el significado de ser cristiano latinoamericano a la luz del diálogo planteado por la nueva teología de la liberación, un tema debatido en la Conferencia Episcopal de Medellín. Gutiérrez divide su estudio en cuatro partes, y la primera, intitulada “Teología y Liberación”, contiene los dos primeros capítulos, “Teología: reflexión crítica”, y “Liberación y desarrollo”. La segunda parte del libro, “Planteamiento del problema” tiene los siguientes tres capítulos: “El problema”; “Diferentes respuestas”; y “Crisis del esquema de la distinción de planos”. La tercera parte del libro, “La opción de la Iglesia latinoamerica”, corresponde al capítulo seis, “El proceso de liberación en América Latina”, el siete, “La Iglesia en el proceso de liberación”, y ocho, “Problemática”. La cuarta parte del libro tiene los capítulos nueve, “Liberación y salvación”, diez, “Encuentro con Dios en la historia”, once, “Escatología y política”, doce, “Iglesia: Sacramento de la historia”, y trece, “Pobreza: Solidaridad y protesta”. La conclusión cubre las últimas páginas. COMENTARIO PERSONAL DEL LIBRO El primer capítulo presenta una breve historia de la teología, definiéndola como “el fruto del encuentro de la fe y la razón”, uniendo lo espiritual con el saber racional. Gutiérrez reafirma las ideas de Juan XXIII de una “Iglesia de servicio y no de poder”, y que la renovada presencia de ella en el mundo contemporáneo sirve como “punto de partida de una reflexión teológica”. La función de los teólogos debe ser la de contribuir con una mayor lucidez a tal compromiso. Concuerdo con el autor cuando dice que la teología “debe ser una crítica de la sociedad y de la Iglesia”, añadiendo que su compromiso de servicio tiene prioridad y que la teología es “acto segundo”. En el segundo capítulo, hay una oportuna advertencia del peligro de intentar copiar el modelo económico y social de los países ricos porque en ellos nace “el fruto de la injusticia”. La senda capitalista del desarrollo “lleva simultáneamente a la creación de mayor riqueza para los menos y de mayor pobreza para los más”, esto es algo que se constata en la mayoría de los países latinoamericanos. El desarrollo auténtico exige un enfrentamiento de las causas de la situación hispanoamericana actual. Es por ello que se hace necesaria una quiebra radical del presente estado de cosas, una transformación profunda del sistema de propiedad, el acceso al poder de la clase explotada, una revolución social que rompa con esa dependencia, puede permitir el paso a una sociedad distinta, una sociedad socialista. El hombre es el “agente de su propio destino” y que más que conquistar las fuerzas externas, el hombre debe liberarse a sí mismo con “una liberación psicológica”. Si en la actualidad tuviéramos este camino recorrido, habría no solamente una “revolución social” y un “cambio radical de estructuras”, sino también una “revolución cultural permanente”. En la segunda parte del libro hay un planteamiento sobre ¿qué relación hay entre la salvación y el proceso histórico de liberación del hombre? Una vida religiosa no debe distanciarse de la actividad política según la teología de la liberación. Ya que los hombres entran en contacto entre ellos a través de la mediación de lo político. Por ello, los cristianos tenemos que estar en este frente. La participación en el proceso de liberación de los oprimidos es un lugar obligado y privilegiado en la vida cristiana. Ser cristiano es, en efecto, aceptar y vivir solidariamente en la fe, la esperanza y la caridad, el sentido que la palabra del Señor y el encuentro con él dan al devenir histórico de la humanidad en marcha hacia la comunión total. Es lógico que Gutiérrez halle una falla en la reflexión teológica de la Iglesia oficial. La tercera parte del libro revisa los temas del desarrollo y la teoría de la dependencia. Se alcanza una nueva toma de conciencia de los efectos negativos del desarrollo cuando éstos se estudian desde la periferia. Sí, desde Medellín y Puebla, las periferias pueden alzar su voz, con una objetividad audible. Y el único modo de superar a la situación en que se encuentran los países hispanoamericanos es a través de una revolución social. Los cristianos individualmente, en pequeñas comunidades, e incluso la Iglesia toda, van tomando una mayor conciencia política y adquiriendo un mejor conocimiento de la realidad latinoamericana actual. Es necesario que la Iglesia haga una denuncia profética de las graves injusticias y de la situación de pecado, y por esta razón, el no hablar es constituirse en otro tipo del silencio; silencio culpable frente al despojo y la explotación de los débiles por los poderosos. Igualmente se hace necesario que la Iglesia deje de permitir a las clases dominantes de la sociedad usar la institución eclesial para legitimar el orden establecido. Como Iglesia debemos practicar una evangelización concientizadora. Nos corresponde educar las conciencias, inspirar, estimular y ayudar a orientar todas las iniciativas que contribuyan a la formación de todo el hombre. Nuestra concepción de salvación debe ser revisada igualmente. La salvación comprende a todos los hombres y a todo el hombre: la acción liberadora de Cristo está en el corazón del fluir histórico de la humanidad, la lucha por una sociedad justa se inscribe plenamente y por derecho propio en la historia de la salvación. Me quiero quedar con una idea que resuena muy fuerte en este libro: “Sólo rechazando la pobreza y haciéndose pobre para protestar contra ella, podrá la Iglesia predicar algo que le es propio: la pobreza espiritual; es decir, la apertura del hombre y de la historia al futuro prometido por Dios”. BIBLIOGRAFÍA GUTIERREZ, Gustavo: Teología de la liberación. Perspectivas. Ed. Sígueme. Salamanca, 1975. (Abril 2017) Introducción
La evolución de la liturgia se ha movido, a lo largo de la historia, entre el desarrollo doctrinal y la vivencia del pueblo cristiano, entre su significado teológico y su contenido ritual. El fenómeno litúrgico tiene, pues, una lectura teológica y una lectura histórica. La liturgia tiene una inserción real en cada una de las épocas en la que se actualiza. Durante los tiempos apostólicos se adaptó al mundo grecorromano, recogiendo algunos de los modelos de esa cultura, la cual había desarrollado una liturgia identificada con los modelos gestuales. De la liturgia grecorromana antigua, se pasará a la liturgia "romana" medieval, donde se consolidarán gran parte de las formas rituales que han pervivido en buena medida hasta bien avanzado el siglo XX. Durante el siglo XVI se verificaron unas importantes reformas desde el punto de vista doctrinal, sobre todo a raíz de la celebración del Concilio de Trento. Pero las transformaciones de mayor calado se produjeron con la implantación de las reformas del Concilio Vaticano II.[1] Aquí nos remitiremos al Sacramento de la Eucaristía en la Edad Media. Desarrollo Sumario histórico sobre algunas polémicas y herejías en torno a la Eucaristía Antecedentes de la edad antigua En la antigüedad cristiana, los docetas y las sectas gnóstico-maniqueas, partiendo del supuesto de que Cristo tuvo tan sólo un cuerpo aparente (no creían en la real encarnación del Verbo), negaron la presencia real del cuerpo y la sangre de Cristo en la Eucaristía.[2] En la edad media Por una referencia de Hincmaro de Reims[3], aplicada sin fundamento suficiente a Juan Escoto Erígena († hacia 870), se cita frecuentemente a este último como adversario de la presencia real de Cristo. Pero en sus escritos no se encuentra ninguna impugnación de la presencia real, aunque es cierto que insiste mucho en el carácter simbólico de la eucaristía.[4] El «libro de Juan Escoto» acerca de la eucaristía, citado por Berengario de Tours como prueba en favor de su error y condenado en el sínodo de Vercelli (1050), se identifica por diversos indicios con un escrito del monje Ratramno de Corbie († hacia 868), titulado De corpore et sanguine Domini. Es verdad que Ratramno no negaba la presencia real, pero, contra la doctrina de Pascasio Radberto († hacia 860), que sostenía la completa identidad entre el cuerpo sacramental y el histórico de Cristo, acentuó con mucha insistencia la diferencia que existe entre ambos en cuanto a la manera de manifestarse, y aplicó a la eucaristía los términos de similitudo, imago, pignus. Contra el realismo exagerado de Pascasio Radberto, se pronunció también Rabano Mauro en una carta al abad Eigilo de Prüm, que por desgracia se ha perdido; y lo mismo hizo el monje Godescalco en sus Dicta cuiusdam sapientis de corpore et sanguine Domini adversus Ratbertum, obra que fue atribuida erróneamente a Rabano Mauro. Berengario de Tours († 1088) negó la transustanciación del pan y el vino, e igualmente la presencia real de Cristo, considerando únicamente la eucaristía como un símbolo (figura, similitudo) del cuerpo y la sangre de Cristo glorificado en el cielo. Las palabras de Cristo: «Éste es mi cuerpo» hay que entenderlas, según él, en sentido traslaticio, de manera parecida a «Cristo es la piedra angular». La doctrina de Berengario fue impugnada por muchos teólogos (por ejemplo, Durando de Troarn, Lanfranco, Guitmundo de Aversa, Bernoldo de San Blasien) y condenada en muchos sínodos; primeramente, en un sínodo romano del año 1050 presidido por el papa León IX, y por último en el sínodo romano celebrado en la Cuaresma del año 1079 bajo la presidencia del papa Gregorio VII. En este último, se retractó Berengario de todos sus errores y fue obligado a prestar bajo juramento una confesión de fe en la que se admite claramente la verdad de la transustanciación y la presencia real de Cristo.[5] En los siglos XII y XIII hubo diversas sectas espiritualistas que, por aborrecimiento a la organización visible de la Iglesia y por reviviscencia de algunas ideas gnóstico-maniqueas, negaron el poder sacerdotal de consagrar y la presencia real (petrobrusianos, henricianos, cátaros, albigenses). Para combatir todos estos errores, el Concilio IV de Letrán (1215) definió oficialmente la doctrina de la transustanciación, la presencia real y el poder exclusivo de consagrar que posee el sacerdote ordenado válidamente.[6] Sístesis teológica de la Escolástica Los teólogos escolásticos, a lo largo de los siglos XII y XIII, reflexionaron sobre el misterio eucarístico, tratando de conjugar el realismo con las otras dimensiones de la eucaristía. Con la ayuda de las categorías aristotélicas de «substancia» y «accidente», se llegó en el siglo XII a la «transubstanciación», para expresar el proceso de conversión del pan y vino en el cuerpo y sangre de Cristo, que, siguiendo el dato bíblico -“esto es mi Cuerpo”- necesitaba explicarse como un verdadero cambio. Santo Tomás rechazó por una parte el «craso realismo popular»: Cristo no se «hace pequeño», no se esconde en el pan, no es tocado y mordido. Conjuga los diversos aspectos del misterio: la presencia de Cristo es real, aunque sacramental; es sacramental, pero real; la línea principal de santo Tomás es la clave antropológico-sacramental, llena de simbología, realismo y dinamicidad. Sus discípulos, después, subrayarían más lo de «real» que lo de «sacramental». A la vez santo Tomás comprende el misterio eucarístico como la “presencialización” del sacrificio de Cristo en el memorial celebrado. Antecedentes de la Reforma protestante En el siglo XIV, Juan Wiclef († 1384) impugnó la doctrina de la transustanciación enseñando que, después de la consagración, permanecen las sustancias de pan y vino (teoría de la remanencia). La presencia de Cristo en la eucaristía quedaba reducida a una presencia dinámica. El fiel cristiano recibiría sólo de manera espiritual el cuerpo y la sangre de Cristo. La adoración de la eucaristía sería culto idolátrico. La misa no había sido instituida por Cristo. Su doctrina fue condenada en un sínodo en Londres (1382) y en el concilio de Constanza (1418).[7] A partir de la reforma Los reformadores rechazaron unánimemente la transustanciación y el carácter sacrificial de la eucaristía, pero tuvieron diversos pareceres sobre la presencia real. Martín Lutero Bajo la impresión de las palabras de la institución, mantuvo la presencia real, pero limitándola al tiempo que dura la celebración de la Cena. Frente a la doctrina católica de la transustanciación, Lutero enseñó la coexistencia del verdadero cuerpo y sangre de Cristo con la sustancia de pan y vino, esto es la “consustanciación”[8]. Explicó la posibilidad de la presencia real del cuerpo y la sangre de Cristo basándose en la ubicuidad de la naturaleza humana de Cristo, que según él, por su unión hipostática, sería también partícipe real de la omnipresencia divina.[9] Urlico Zwinglio Negó la presencia real, declarando que el pan y el vino eran meros símbolos del cuerpo y la sangre de Cristo. La Cena, según él, sería una solemnidad conmemorativa de nuestra redención por la muerte de Cristo y una confesión de fe por parte de la comunidad. Juan Calvino Propuso un término medio, rechazando la presencia sustancial del cuerpo y la sangre de Cristo y enseñando una presencia según la virtud «secundum virtutem»; o sea, una presencia dinámica. Cuando los fieles, o sea, los predestinados, según la creencia de Calvino, gustan el pan y el vino, entonces reciben una virtud o fuerza procedente del cuerpo glorificado de Cristo (que mora en los cielos) útil para alimentar el alma. Contra todas estas herejías de los reformadores van dirigidas las definiciones dogmáticas de las sesiones 13ra, 21ra y 22da del Concilio de Trento. PARTE TEOLÓGICA: La Eucaristía en la teología medieval Los Padres post-nicenos (antecedentes) Entre los padres post-nicenos destacan de manera especial como testigos de la fe de la Iglesia en la presencia real de Cristo en la eucaristía. Entre los griegos: San Cirilo de Jerusalén[10], San Juan Crisóstomo, San Cirilo de Alejandría y San Juan Damasceno[11]. Entre los latinos: San Hilario de Poitiers[12] y San Ambrosio de Milán[13], quien constituyó una autoridad decisiva para la doctrina eucarística de la teología escolástica. San Agustín La doctrina eucarística de San Agustín, a pesar de tener predilección especial por la interpretación simbólica, no pretende excluir la presencia real. Refiriéndose a las palabras de la institución, expresa la fe en la presencia real, de acuerdo con la antigua tradición eclesiástica.[14] El testimonio de los padres se ve corroborado por el de las antiguas liturgias cristianas, en las cuales, en la llamada epíclesis, se invoca al Logos o al Espíritu Santo para que «convierta el pan en el cuerpo de Cristo y el vino en la sangre de Cristo»[15]. Santo Tomás de Aquino Santo Tomás prueba la conveniencia de la presencia real por:
Dogma y noción de la Transubstanciación Cristo está presente en el sacramento del altar por transustanciarse toda la sustancia de pan en su cuerpo y toda la sustancia de vino en su sangre. La palabra transsubstantiatio, fue usada en el siglo XII, por el llamado Maestro Rolando, quien más tarde fue papa con el nombre de Alejandro III hacia 1150. También hablan de transubstanciación Esteban de Tournai (ca.1160) y Pedro Comestor (1160-70), y es usada oficialmente por vez primera en un Decretal (1202) de Inocencio III y en el Caput firmiter del Concilio IV de Letrán.[17] La Iglesia ortodoxa griega, después del II Concilio de Lyón (1274), recogió de la teología latina este término y lo tradujo por el griego metousíosis. Pero cuando encontró mayor difusión este término fue durante el siglo XVII, en la lucha contra las teorías calvinistas sobre la eucaristía del patriarca Cirilo Lucaris[18]. Frente a la doctrina de la consustanciación propuesta por Lutero, según la cual las sustancias de pan y vino subsisten juntamente con el cuerpo y la sangre de Cristo, y frente a la doctrina de la impanación impugnada ya por Guitmundo de Aversa, según la cual entre Cristo y la sustancia de pan existiría una unión hipostática, declaró el concilio de Trento que toda la sustancia del pan se convierte en el cuerpo de Cristo y toda la sustancia del vino se convierte en su sangre. Tal conversión recibe el nombre de transustanciación.[19] Sin embargo, el carácter misterioso de la transustanciación no permite explicar de manera cierta el proceso de este misterio.[20] Las especies sacramentales Permanencia de las especiesLas especies de pan y vino permanecen después de la transustanciación. Según declaración del concilio de Trento[21], la transustanciación se extiende únicamente a las sustancias de pan y vino, mientras que las especies o accidentes permanecen. Realidad física de las especiesLas especies sacramentales conservan su realidad física después de la transustanciación. El Concilio de Trento afirma que las especies «permanecen», es decir, que quedan como residuo del término total de la transustanciación, siguiendo la tradición anterior, que no duda en absoluto de que a las impresiones de nuestros sentidos les corresponde una realidad objetiva.[22] Sin sujeto de inhesión Las especies sacramentales permanecen sin sujeto alguno de inhesión. Del dogma de la transustanciación se sigue que las especies, después de la conversión de las sustancias de pan y vino, siguen existiendo sin su propio y natural sujeto de inhesión.[23] La omnipotencia divina hace que sea posible la permanencia de los accidentes sin sujeto de inhesión, pues tal omnipotencia, como causa primera, puede sustituir el efecto de la causa segunda, cuando ésta falta.[24] Permanencia de la presencia real Duración de la presencia real Después de efectuada la consagración, el cuerpo y la sangre de Cristo están presentes de manera permanente en la eucaristía. De esto se hace eco toda la tradición antigua en su costumbre de llevar la eucaristía a los que no podían asistir al oficio divino, a los enfermos y presos.[25] Fin de la presencia real La presencia real, según doctrina unánime de los teólogos, dura mientras no se corrompen las especies que constituyen el signo sacramental instituido por Cristo. La cesación de la presencia real no puede considerarse como verdadera aniquilación, ni como conversión del cuerpo y la sangre de Cristo en otra sustancia, ni tampoco como movimiento local por el cual el Señor volviese al cielo. En lugar del cuerpo y la sangre de Cristo surgen probablemente aquellas sustancias que corresponden a la naturaleza específica de los accidentes alterados. La adorabilidad de la Eucaristía A Cristo, presente en la eucaristía, se le debe culto de verdadera adoración. De la totalidad y permanencia de la presencia real se deduce que a Cristo presente en la eucaristía se le debe culto de latría. El objeto total de este culto de latría es Cristo bajo las especies sacramentales. Estas últimas son co-objeto de adoración, pues están unidas con Cristo en unidad de sacramento.[26] Los padres post-nicenos dan testimonio de que a Cristo presente en la eucaristía se le tributaba adoración antes de recibir la comunión.[27] Y san Agustín dirá: “Nadie come esta carne sin haberla adorado antes.”[28] Mientras que en Oriente el culto a la eucaristía se limitó a la celebración del sacrificio eucarístico, en Occidente se fue desarrollando desde la edad media un espléndido culto a la eucaristía, aun fuera de la celebración de la misa: procesiones teofóricas, fiesta del Corpus Christi (que comenzó en 1264), exposiciones del Santísimo Sacramento (siglo XIV). PARTE HISTÓRICA: La Eucaristía celebrada (liturgia y ritos) La liturgia romana clásica El favor imperial ofrece a la iglesia romana la posibilidad de desarrollarse grandemente, con el edicto de Milán de 313, sobre todo a nivel de construcciones: surgen los grandes edificios de la iglesia catedral de Letrán y las basílicas sobre las tumbas de los apóstoles. Las exhortaciones preocupadas de diversos sínodos africanos dejan adivinar un desarrollo tumultuoso de textos litúrgicos. También san Ambrosio, pese a su celo por la autonomía de su iglesia de Milán, reconoce la importancia extraordinaria e irradiante de la liturgia romana. Si todas las liturgias occidentales se distinguen claramente de las formas del Oriente, el rito romano se distancia también de las formas todavía más ricamente desarrolladas del rito hispánico y visigótico. Distintivo particular de la liturgia romana es la plegaria eucarística, el canon romanus único, inmutable para todos los días del año y con pocos textos intercambiables (Communicantes, Hanc igitur). Ella ha ejercido un influjo fortísimo sobre todas las liturgias occidentales y en el transcurso de los siglos ha llegado a ser la liturgia casi exclusiva del Occidente (latino), y de cierto modo, de la iglesia universal (en América, Asia y Africa). Las formas típicamente romanas en sentido estricto comienzan cuando la iglesia local romana vive el paso del griego al latín, acontecimiento que tuvo lugar, con gran probabilidad, bajo el papa Dámaso (366-384). Aunque hayan sido puestos por escrito en un momento posterior, hay toda una serie de documentos que testifican cómo se celebraba en aquel tiempo el culto central; se trata de los libros que servían al pueblo de Dios de esta iglesia para celebrar, bajo la presidencia de su obispo rodeado de su presbyterium y de los ministros, los missarum solemnia, la misa solemne, como hoy diríamos nosotros. Estos documentos son: el Sacramentarium, que contiene todas las oraciones del sacerdote que celebra la misa (y también los otros grandes sacramentos); el Lectionarium, con los textos del AT y del NT que proclaman los ministros; el Liber antiphonarius, con los textos y melodías de la schola cantorum (y en teoría también del pueblo), subdividido en un Antiphonarius Missae y en un Antiphonarius Officii (para la liturgia de las Horas); el Ordo (romanus), el libro que describe la manera de ejecutar las acciones sagradas. Finalmente, debemos tener presentes los edificios y las obras de arte, que constituyen el espacio y el ambiente de las acciones cultuales y reflejan de alguna manera su espíritu. El Sacramentario recoge las oraciones del sacerdote. Inicialmente éstas se dejaban a la libre inspiración del celebrante; e incluso cuando éste recurría a modelos, en el fondo quedaba libre. Sólo poco a poco se comenzó a poner por escrito, a copiar y a conservar ciertas oraciones particularmente logradas, para ponerlas a disposición de otros sacerdotes en un libellus sacramentorum, un pequeño libro que contenía las oraciones necesarias para la celebración de los sacramentos. En un segundo momento, esos libelli se recogieron y se ordenaron primero de manera privada, y siguiendo criterios más bien externos (el orden de los meses). Luego, sistemáticamente, en una sucesión regida por criterios teológicos, disponiéndose dentro del anni circulus, se recogieron en el Liber Sacramentorum. Este es, de modo simplificado, el proceso que se verificó, poco a poco, a lo largo de dos o tres siglos. Testigos de ello son los sacramentarios,de los siglos V y VI. Todos estos libros siguen suministrando hasta hoy la mayor parte de las oraciones de la iglesia romana. Tras las oraciones de petición y de alabanza del sacerdote celebrante, atestiguadas por los sacramentarios, durante la acción cultual se hace la proclamación de la palabra de Dios, de la obra salvífica de Cristo. Para esa proclamación sirve el Lectionarium, que contiene los pasajes de la Escritura que se deben leer en voz alta. Al principio esas lecturas se elegían libremente de la biblia. Después se comenzó a indicar con signos en el texto bíblico los trozos que se debían leer y se redactaron listas con esas indicaciones, los llamados Capitulares. Finalmente, se copiaron nuevamente los trozos así indicados y se los reunió en libros especiales: en el Evangeliarium, para el diácono, y en el Epistolarium, para el lector; independientes al principio, uno y otro acabaron por confluir en el leccionario de la misa, que se distingue del leccionario para la liturgia de las Horas. Los manuscritos más antiguos que nos ofrecen ese tipo de textos se remontan a los siglos VI y VII. También a estos siglos se remontan los antifonarios, colecciones de textos y de melodías para la celebración de la misa y posteriormente del oficio divino, aunque las melodías más antiguas que nos han llegado son con frecuencia posteriores al tiempo del papa Gregorio Magno. De particular importancia son los Ordines (romani), que indican el modo de celebrar las acciones sagradas. Los Ordines que se nos han conservado son con frecuencia memorias de peregrinos franco-germánicos, que anotaron la costumbre romana que admiraban y la dieron a conocer en su patria para que fuera imitada, a veces adaptando o uniendo la praxis romana a las tradiciones locales. De todas formas, algunos de los Ordines Romani (OR) nos ofrecen un cuadro relativamente fiel de la liturgia romana del período clásico, o sea, del pleno desarrollo, anterior a la fusión con elementos franco-germánicos. Para este tiempo (VI-VIII) constatamos que se han desarrollado, con respecto a los documentos de los primeros siglos, el rito de entrada, la procesión ofertorial y la comunión, o sea, los tres momentos «procesionales» de la misa. La presidencia del papa y la concelebración de los presbíteros solemnizaron mucho las ceremonias. La celebración mantiene todavía un carácter comunitario. El pueblo entiende y oye las oraciones principales y las lecturas. Participa en la ofrenda de dones y acude a la comunión. La liturgia de la palabra se realiza con normalidad (aunque ya no se habla de la homilía ni de la oración de los fieles), y se proclama la plegaria por el presidente con toda sencillez, escuchando todos en silencio (incluidos los concelebrantes). Se introducen poco a poco nuevos cantos: además del «sanctus» y del canto de comunión de los que ya hablaba san Cirilo, ha entrado también el «Kyrie» y el «Gloria», así como más tarde (siglo VII) el «Agnus Dei». El cuadro puede completarse de manera excelente remitiéndose a los monumentos del arte contemporáneo que han llegado hasta nosotros, es decir, los edificios eclesiásticos y su decoración artística. Las basílicas, exteriormente grandiosas y sencillas, presentan en su interior una atmósfera cálida y festiva, en la que el pueblo de Dios se reúne bajo la presidencia del obispo con su presbiterio para la celebración comunitaria de la eucaristía. En este marco se debe ver la celebración festiva de los Missarum Sollemnia. Se trata del culto practicado por el obispo de Roma en su catedral, en comunión con todo el pueblo de Dios y con la utilización de todos los libros mencionados. Se subraya que se trata de un culto comunitario del obispo y del pueblo. El orden y la sucesión del conjunto corresponden todavía a la mejor forma bíblica. No existen oraciones privadas ni oraciones silenciosas del sacerdote en los escalones del altar, durante la ofrenda de los dones, antes y después de la comunión, añadidas solamente en el medievo. Únicamente se encuentra al comienzo un breve acto de adoración de la eucaristía conservada desde la celebración eucarística anterior. Por lo demás, toda la piedad personal se manifiesta en la celebración simple y genuina de la gran acción. Después del Introitus vienen la oración, las lecturas, la homilía (al menos en la época de Gregorio Magno), la ofrenda de los dones, la plegaria solemne y la acción de gracias (esto es, la eucharistia propiamente dicha) sobre esos dones y el sagrado convite bajo las dos especies para todos. Todo ello con gran sencillez y solemnidad. Hay un desarrollo de la plegaria eucarística originalmente griega (prefacio y canon), adaptada de acuerdo con el genio latino en la lengua clásica de la latinidad tardía cristiana. Naturalmente, la celebración que se describe en los Missarum Sollemnia es el culto festivo del papa, pero sirve de modelo a todas las demás acciones eucarísticas. Con gran libertad se orientan hacia este alto modelo en las celebraciones que los presbyteri realizan en los tituli (iglesias parroquiales) de la ciudad y en reuniones menos numerosas. Hay que aludir a la celebración de las solemnidades: navidad, epifanía, memoria de los mártires, y particularmente de los grandes apóstoles, así como de las solemnidades de María, Madre de Dios, la gran celebración del misterio pascual, o sea, la vigilia pascual, preparada por la quadragesima y prolongada en el tiempo festivo de la quinquagesima pascual (pentecostés), que concluye el día cincuenta con el domingo de pentecostés. En este espacio de tiempo festivo se inserta de manera elocuente la celebración de la iniciación cristiana: la preparación de los catecúmenos en los cuarenta días anteriores a la pascua; la administración de los sacramentos del bautismo, la confirmación y la primera plena y real participación en la eucaristía la noche de pascua, así como la atención prestada a los nuevos bautizados en la semana de pascua y en el sucesivo tiempo pascual. La peculiaridad de la liturgia romana puede caracterizarse como sencilla, precisa, sobria, breve, sin palabrerías, poco sentimental; una disposición clara y lúcida; grandeza sagrada y humana a la vez, espiritual y de gran valor literario. Para la tradición romana, la eucaristía es la acción sagrada que celebra el memorial de la muerte y resurrección de Cristo, culmina en la prex eucharistica (en el canon romano), está introducida por la oratio super oblata y por el prefacio, y se concluye con el Amén de los fieles. Estos últimos toman parte en la acción en dos momentos fundamentales de carácter procesional: la presentación de los dones del pan y del vino, y la aproximación a la mesa santa para comulgar. El final es la oratio post communionem. En esta acción solemne se cumple el memorial, que es la presencia del sacrificio de Cristo. La celebración se orienta a la adoración de Dios Padre, pero mediante Jesucristo, en la representación de su único sacrificio. Sólo con mucha discreción se habla de la adoración del sagrado manjar, del cuerpo y la sangre de Cristo. Se trata siempre de la celebración de toda la iglesia, que se reúne para la celebración habitual (del domingo) en los tituli.[29] Las transformaciones de la liturgia romana al encontrarse con el genio franco-germánicoEs un dato histórico que la liturgia romana emigró hacia el norte, primero en un proceso casi imperceptible y más bien casual, y después de manera consciente. En esa emigración se adaptó, bajo múltiples aspectos, a las nuevas situaciones y se modificó para, volver, cambiada y enriquecida, a Roma como fundamento de la liturgia romana de la edad media. Inicialmente fueron peregrinos de países franco-germánicos, llenos de admiración por el ceremonial, los edificios y los textos de la liturgia romana, papal, los que la dieron a conocer en el norte con sus narraciones, con sus esbozos y finalmente con sus textos. Así, se acogían los elementos de una liturgia grandiosa y sencilla, sin renunciar al propio patrimonio, tal y como todavía se nos ha conservado en los documentos de la liturgia galicana antigua[30], caracterizada por el lenguaje sentimental, conmovedor, y por la acción dramática. Un primer resultado de la fusión de las dos formas son los Sacramentaria Gelasiana del siglo VIII, cuya forma original se elaboró probablemente en Flavigny hacia la mitad del siglo, bajo Pipino. Pero la admiración por Roma y la veneración hacia la iglesia de San Pedro empujaron todavía más a los nuevos pueblos. Repetidamente Carlomagno pide al papa “textos romanos puros”. Un patrimonio originalmente romano, en sí mismo herencia de los comienzos del siglo V, elaborado en la Roma papal de los siglos V-VIII, se adopta en la capilla palatina del rey-emperador y sirve no sólo para Aquisgrán, sino para todo el país de los francos y en el imperio de Occidente como base para una liturgia enriquecida con elementos autóctonos. La nueva liturgia mixta es más rica que las formas simples de la antigua liturgia romana; se añade la espléndida consagración del cirio pascual, misas votivas, un gran número de oraciones más marcadamente personales, sobre todo oraciones en las que el sacerdote confiesa privadamente y en silencio sus propias culpas y pide perdón (las llamadas apologías), que poco a poco van apareciendo al comienzo de casi todas las partes de la misa. Muchas oraciones son de tipo nuevo, se dirigen preferentemente al mismo Cristo y no ya, como en la forma clásica, sólo al Padre mediante Cristo; además se aprecia una fuerte conciencia del pecado, una angustia frente al juicio inminente. El carácter comunitario queda marcadamente en segundo plano; el pueblo creyente toma parte menos activa en el culto, con frecuencia es sólo un espectador mudo de una liturgia clerical. El sacerdote, que ahora está casi siempre de pie en el altar de espaldas al pueblo, celebra el culto con un aislamiento mayor y va asumiendo cada vez más todos los papeles que hasta ahora se habían distribuido entre varios ministros. Por eso le basta con un solo libro, que contenga todo lo necesario para la celebración; de aquí nace el Missale plenarium, en el que se recogen a la vez antífonas, oraciones, lecturas, prefacios, canon y toda la ordenación de la misa. De manera semejante se recogen juntas las rúbricas y los textos necesarios para el culto celebrado por el obispo, primero ampliando más o menos los Ordines, y finalmente, hacia el 950, en el monasterio de St. Alban, de Maguncia, todo se sintetiza en un libro único que recibe el significativo nombre de Pontificale Romano-Germanicum. En este entorno se va creando una liturgia nueva, con una piedad nueva en una cultura cristiana renovada, para acercarse así a la síntesis propia de los siglos XII y XIII. Transformaciones, desarrollos, reformasLa liturgia del período romano clásico y la franco-germánica de los monasterios y catedrales era demasiado rica para poder llegar a ser patrimonio común. La joven comunidad de frailes menores de san Francisco de Asís, deseosa de celebrar la misa y el oficio divino “secundum ordinem sanctae romanae ecclesiae” (Regula II), adoptó esa liturgia. Fray Aimón de Faversham, ministro general de la orden (1240-44), reelaboró todo ello y lo hizo más practicable. Así, una vez reestructurada, esa liturgia, se difundió por todo el Occidente. Naturalmente, por la difusión manuscrita, se siguió ofreciendo la posibilidad de continuos cambios y enriquecimientos nuevos. Pero el núcleo fundamental y la actitud espiritual siguieron siendo comunes. Solamente el Pontifical fue modificado por el trabajo de Guillermo Durando, obispo de Mende (Francia), en 1285. En esta liturgia medieval, la visión de Iglesia que prima es la de comunidad de fieles ordenada jerárquicamente, capaz de asegurar la salvación de todos sus miembros ordenados en torno al obispo, que tiene el poder de instituir al clero y de santificar a los laicos, e incluso de consagrar al mismo emperador, los reyes y los caballeros: todo esto en tiempos y lugares sagrados. Se trata, en definitiva, de la liturgia pública, donde la Eucaristía ocupa el lugar cimero, celebrada por toda la cristiandad en las catedrales, en los monasterios y en las iglesias parroquiales de los siglos Xlll y XIV. El Ordo Missae toma una firme estructura, aunque afloran aspectos nuevos, como el que subraya la presencia eucarística del cuerpo del Señor, tras la controversia con Berengario y la clarificación del concepto de transubstanciación. Al comienzo del siglo XIII oímos hablar por primera vez de la elevación de la hostia después de la consagración; a los fieles les gusta cada vez más este espectáculo; participan en el culto, pero con frecuencia centran su interés en elementos secundarios. La comunión se hace cada vez más rara; aumenta la distancia entre el sacerdote y los fieles. Se multiplican las celebraciones de misas, sobre todo en privado. En el calendario se asumen nuevas fiestas: la de la Santísima Trinidad y del Corpus Christi. Se comprueba una asistencia más pasiva de los fieles en las acciones centrales; orientación hacia formas más periféricas de piedad; individualismo y privatización de la oración, que se muestra en el formato pequeño de los libros del oficio. Todo esto se desarrolla lentamente, asumiendo proporciones notables hacia el final del medievo, en el llamado “otoño de la edad media”.[31] Conclusiones Hemos podido apreciar, como a lo largo de la Edad Media, la comprensión del sacramento de la Eucaristía tuvo un desarrollo, no solo en la liturgia que lo celebra, sino en la misma teología que lo explica, y que sirve de base además para su celebración. El más grande de los sacramentos ha sido causa de polémicas sucesivas, no a causa de la diversidad de ritos que pudiesen haber (aunque aquí nos hemos remitido a la liturgia latina), sino a causa de su propia contenido, Cristo que se hace presente y real en la celebración de su misterio pascual, de su sacrificio, que ha ganado la redención de todo el género humano. No es de extrañar que “tan augusto sacramento” haya sido el centro de la adoración y el embellecimiento, no solo de los fieles, sino que los más ilustres pensadores y teólogos cristianos. Todo el acontecimiento eclesial se fue haciendo maduro en torno a la mesa del banquete de Cristo. Hasta nuestros días, seguimos celebrando este maravilloso “misterio”, quizás con renovadas formas y maneras, pero con la misma certeza de encontrar en él al Jesús resucitado con el que se encontraron los discípulos de Emaús. Bibliografía BOROBIO, Dionisio: La celebración en la Iglesia II. Los sacramentos. Ediciones Sígueme. Salamanca, 1988. ARNAU, Ramón: Tratado general de los sacramentos. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 1994. CODINA, Víctor: El Mundo de los Sacramentos. Ediciones Paulinas, 2da ed. Santa Fe de Bogotá, 1992. AQUINO, Santo Tomás de: Suma de Teología. Parte III, Tomo V. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 1994. DENZINGER, Heinrich: El Magisterio de la Iglesia. Enchiridion Symbolorum Definitionum et Declarationum de rebus fidei et morum. Editorial Herder, 2da ed. Barcelona, 2000. NOTAS: [1] Cf. Universidad de Navarra: “La Liturgia en la Edad Media” [http://dadun.unav.edu/bitstream/10171/9189/1/MC_4_09.pdf] [2] Cf. SAN IGNACIO, Smyrn. 7, 1. [3] Cf. De praedest. 31. [4] El Sacramento de la Eucaristía en [http://www.mercaba.org/TEOLOGIA/OTT/550-576_eucaristia_presencia.htm] [5] Cf. Denzinger 355. [6] Íd. 430, 367, 402. [7] Íd. 581. [8] Catecismo mayor, v 8. [9] Cf. Conf. Aug. y Apol. Conf., art. 10; Art. Smalcald. ni 6; Formula Concordiae 18, 11-12; II 7. [10] Cf. Cat. Myst. 4-5. [11] Cf. De fide orthodoxa, IV 13. [12] Cf. De Irin. VIII 14. [13] Cf. De Sacrament. IV 4-7; De myst. 8s. [14] Cf. Sermo 227: “El pan aquel que veis sobre el altar, santificado por la palabra de Dios, es el cuerpo de Cristo; aquel cáliz, o más bien el contenido del cáliz, santificado por la palabra de Dios, es la sangre de Cristo.” Cf. Enarr. in Ps. 33, Sermo 1, 10: “Cristo se tuvo a sí mismo en sus propias manos cuando dijo, mientras ofrecía su cuerpo a sus discípulos: Éste es mi cuerpo.” [15] Cf. SAN CIRILO DE JERUSALÉN, Cat. myst. 5, 7; cf. el Eucologio de SERAPIÓN DE THMUIS 13, 4; Const. Apost. VIII 12, 39. [16] Cf. Suma de Teología, III 75, 1. [17] Cf. Denzinger 414, 416, 430. [18] Cf. Confessio orthodoxa de PEDRO MOGILAS I 107, y la Confessio de DOSITEO 17. [19] Cf. Denzinger 884; cf. 355, 430, 465. [20] http://www.mercaba.org/TEOLOGIA/OTT/550-576_eucaristia_presencia.htm [21] Se mencionan las declaraciones de Trento por ser síntesis del pensamiento medieval, ya que su base la hallamos en la teología de Santo Tomás. [22] Cf. SAN AGUSTÍN, Sermo 272: «Así pues, lo que veis es un pedazo de pan y un cáliz; esto es lo que os dicen vuestros ojos. Pero vuestra fe os enseña lo siguiente: El pan es el cuerpo de Cristo; el cáliz, la sangre de Cristo». Y SANTO TOMÁS en la S.th. ni 75, 5: «sensu apparet, facta consecratione omnia accidentia panis et vini remanere». [23] El Concilio de Constanza rechazó la proposición de Wicleff : «Accidentia panis non manent sine subiecto in eodem sacramento»; Denzinger 582. De todo lo cual se deduce que las especies permanecen sin sujeto alguno. El Catecismo Romano (II 4, 43) califica esta sentencia como «doctrina mantenida siempre por la Iglesia católica». [24] Cf. S.th. III 77, 1; v. § 12, 1. [25] Cf. SAN JUSTINO, Apol. 165. Dar la eucaristía a los fieles para que la llevasen a las casas: TERTULIANO, De oratione 19, Ad uxorem II 5; SAN CIPRIANO, De lapsis 26; SAN BASILIO, Ep 93. Conservar las partículas que habían quedado de la comunión: Const. Apost. VIII 13, 17 y la «misa de presantificados», que existía por lo menos desde el siglo VII: Trullanum, can. 52. Y SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA en Ep. ad Calosyrium. [26] Trento condenó la acusación lanzada por los reformadores contra el culto a la eucaristía, culto que tachaban de idolátrico, llamando a los que lo practicaban «adoradores de pan». Cf. Denzinger 888. [27] Cf. SAN CIRILO DE JERUSALÉN, Cat. myst. 5, 22: «Inclínate y pronuncia el amén como adoración y reverencia» SAN AMBROSIO, De Spiritu sancto III 11, 79; «Por escabel se entiende la tierra (Ps 98, 9), y por tierra la carne de Cristo, que hasta el día de hoy adoramos en los misterios.» [28] Cf. SAN AGUSTÍN, Enarr. in Ps. 98, 9. [29] Neunheuser, B: Historia de la liturgia: [http://www.mercaba.org/LITURGIA/NDL/H/historia_de_la_liturgia.htm] [30] Cf. Missale Gothicum, Francorum, Gallicanum Vetus. [31] Neunheuser, B: [http://www.mercaba.org/LITURGIA/NDL/H/historia_de_la_liturgia.htm] (2017) INTRODUCCIÓN
El hombre es capaz de Dios. La interrogante “Con su apertura a la verdad y la belleza, su sentido del bien moral, su libertad y la voz de su conciencia, su aspiración a lo infinito y a la felicidad, el hombre se interroga por la existencia de Dios.”[1] ¿Existe Dios? ¿Es éste personal? ¿Acaso se preocupa Dios por los seres humanos? En el presente trabajo intentaremos exponer, por varias vías, una propuesta de “credibilidad” válida desde la Revelación cristiana. San Pablo habla de la posibilidad que tiene el hombre de acercarse a Dios: “Siendo Él (Dios) mismo quien da a todos la vida, el aliento y todas las cosas. Él hizo, de uno, todo el linaje humano para poblar toda la faz de la tierra. Él fijó las estaciones y los confines de los territorios por ellos habitados, para que busquen a Dios y siquiera a tientas le hallen, que no está lejos de cada uno de nosotros, porque en Él vivimos y nos movemos y existimos, como algunos de sus poetas han dicho: «Porque somos linaje suyo»”.[2] El hombre de todos los tiempos se hace preguntas sobre temas fundamentales de la vida. Una vez que ha cubierto sus necesidades más elementales, comienza a contemplarse a sí mismo y lo que le rodea. Toma conciencia del universo y de su propia existencia y entonces surgen interrogantes que intentará responder: ¿Qué había al principio? ¿Cómo fue hecho y organizado este gigantesco universo, a la vez tan distinto y armonioso? ¿Cómo surgieron la vida y el hombre en el mundo? El hombre se interroga y cuestiona sobre el porqué de las cosas. Se lanza a la búsqueda de soluciones y no descansa hasta satisfacerse. Para él, el conocimiento y la explicación de las cosas son una necesidad. DESARROLLO El deseo de Dios: Necesidad del hombre El corazón del hombre está hecho para lo infinito. Sus experiencias, incluso las más bellas, no le llenan del todo; estas, al contrario, lo impulsan a ir más lejos, a buscar algo más elevado. ¿Por qué estoy sobre la tierra? ¿Existe alguna causa última que dé sentido a la vida y también al sufrimiento? La necesidad de Dios está enraizada en el corazón del hombre. El hombre es capaz de Dios. Según la revelación cristiana, Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza y ha puesto en su corazón el deseo de conocerlo. Aunque el hombre a menudo ignora tal deseo, Dios no cesa de atraerlo hacia sí, para que viva y encuentre en Él aquella plenitud de verdad y felicidad a la que aspira sin descanso. El hombre por naturaleza y vocación es un ser esencialmente religioso, capaz de entrar en comunión con Dios. Así, el deseo de Dios está inscrito en lo más íntimo del corazón humano, ya que en su naturaleza, él ha sido creado por Dios y para Dios y solo en éste encuentra la dicha plena que siempre busca. Este íntimo y vital impulso a establecer una relación con Dios otorga al hombre su dignidad fundamental. “La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento, pues no existe sino porque creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor, y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador”.[3] Pero esta búsqueda exige del hombre todo el esfuerzo de su inteligencia y la rectitud de su voluntad. “El hombre, pequeña parte de tu creación, quiere alabarte. Tú mismo le incitas a ello, haciendo que encuentre sus delicias en tu alabanza, porque nos has hecho para ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto mientras no descansa en Ti”.[4] La revelación: Dios se manifiesta al hombre. Las facultades del hombre lo hacen capaz de conocer la existencia de un Dios personal. Dios ha querido relevarse al hombre y darle la gracia de poder acoger esa revelación mediante la fe. Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser percibido con certeza por medio de la luz natural de la razón a partir de las cosas creadas. Gracias a esta capacidad el hombre puede acoger la revelación de Dios. Creer en Dios es don del mismo Dios, pues la fe no es solamente fruto del razonamiento humano. La fe es razonable, pero ante todo, es sobrenatural, es decir, fruto de la luz sobrenatural con que Dios nos ilumina interiormente y nos da una plena seguridad personal de su existencia y de lo que nos ha manifestado. Esto no es coacción o imposición sobre el hombre por parte de Dios, sino una suave y firme convicción. Aunque a partir de la creación, el hombre puede percibir a Dios con certeza, éste encuentra muchas dificultades en el pleno entendimiento de las verdades divinas. Además no puede llegar por sí solo a la intimidad del misterio Divino. Por ello Dios ha querido iluminarlo con su Revelación, no solo acerca de las verdades que superan la comprensión humana, sino también sobre las verdades religiosas y morales, que aún siendo de por sí accesibles a la razón, de esta manera pueden ser conocidas por todos sin dificultad, con firme certeza y sin mezcla de error. Podemos entender esta complementariedad entre fe (revelación) y razón de la siguiente manera: El contenido de la fe cristiana se da por medio de la Revelación, no por la filosofía, sin embargo, el teólogo que cree, puede buscar entonces por medio de la razón y entender más profundamente aquello que cree. De esta manera, se puede demostrar la racionalidad y la coherencia interna de la fe cristiana. La hermosura de la armonía interna de la fe cristiana, brinda gozo al creyente, quien puede ver el acuerdo entre la fe en la Revelación y la razón humana. “No estoy tratando de entender para poder creer, sino que creo para poder entender. Porque esto también creo: que si no creo no entenderé”.[5] “Cree para comprender y comprende para creer”.[6] La fe cristiana no ha de basarse en la sola razón a partir de las cosas creadas, sino en la revelación divina, que viene en auxilio de la razón. En el pensamiento bíblico encontramos una “invalidación” ante la postura no-creyente, o ante un desconocimiento del monoteísmo. “Vanos son por naturaleza todos los hombres en quienes hay desconocimiento de Dios, y que a partir de los bienes visibles son incapaces de ver Al Que Es, ni por consideración de las obras conocieron al Artífice… Pues, si seducidos por su hermosura (la de los elementos del universo) los tuvieron por dioses, deberían conocer cuánto mejor es el Señor de ellos, pues el Autor de la belleza es quien hizo todas estas cosas… Pues en la grandeza y hermosura de las criaturas, proporcionalmente se puede contemplar al Hacedor original…, no son excusables (los que no reconocen al Hacedor). Porque si pueden alcanzar tanta ciencia y son capaces de investigar el universo ¿cómo no reconocen más fácilmente al Señor de él?”[7] “En efecto, lo cognoscible de Dios es manifiesto entre ellos, pues Dios se lo manifestó; porque desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y divinidad, son conocidos mediante las obras. De manera que son inexcusables, por cuanto conociendo a Dios, no le glorificaron como a Dios ni le dieron gracias.”[8] Vías de acceso al conocimiento de Dios. El hombre que busca a Dios encuentra ciertas vías para acceder al conocimiento de Dios. Se les llama también “pruebas de la existencia de Dios” no en el sentido de las pruebas propias de de las ciencias naturales, sino en el sentido de “argumentos convergentes y convincentes” que permitan llegar a verdaderas certezas. Estas vías tienen como punto de partida la creación: el mundo material y la persona humana. Ahora bien, la actitud o disposición del sujeto con respecto a la creencia en la existencia de Dios es fundamental. La previa disposición negativa ante cualquier argumento tiende con mucha probabilidad a ser frustrante. “Pensad con rectitud del Señor y buscadle con rectitud de corazón. Porque se deja hallar de los que no le tientan, se manifiesta a los que no le son incrédulos. Los pensamientos tortuosos alejan de Dios. El Poder (de Dios) reprenderá a los necios que le ponen a prueba; porque en el alma maliciosa no entrará la sabiduría, ni habitará en un cuerpo esclavo del pecado. Porque el Espíritu Santo que disciplina, huye del engaño, se aparta de los pensamientos necios y se paraliza ante la iniquidad.”[9] Para probar la existencia de Dios no podemos recurrir a métodos propiamente científicos, como por ejemplo, las mesuras materiales, ya que Dios no es material. Las ciencias naturales no podrán aportar pruebas concluyentes del Ser o la esencia misma de Dios, pues estas se ocupan única y exclusivamente de cosas que pueden ser examinadas y comprobadas empíricamente. Por esta misma razón, tampoco pueden las ciencias negar la existencia de Dios ya que Dios no entra en su campo de estudio, no es asunto de su competencia, esto sería sacar a las ciencias naturales de su propio terreno. ¿Cuáles son entonces las vías de acceso al conocimiento de Dios? Por medio de la Revelación Divina Toda la Revelación Divina (tanto las Sagradas Escrituras como la Tradición) tiene como origen, fin y protagonista al mismo Dios. Lo que Dios ha revelado al hombre es lo que la Iglesia llama Revelación, y ella cree y proclama que esta es infalible, exenta de todo error, por ser Dios mismo su Garante. La más plena Revelación fue traída por Jesucristo. Este es la Palabra por excelencia del Padre. “Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en otro tiempo a nuestros padres por ministerio de los profetas; últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo…”[10] “A Dios nadie le vio jamás; Dios Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, ese le ha dado a conocer.”[11] La existencia de Dios es la primera verdad que nos enseña el Credo. Sabemos que Dios existe porque Él mismo nos ha manifestado su ser, y esto lo ha hecho de modo insuperable con la encarnación del Verbo, Quien ha venido a mostrarnos el verdadero rostro de Dios. Por medio de la razón: Por medio de las criaturas podemos conocer la existencia del Creador. La razón nos proporciona básicamente las siguientes pruebas de la existencia de Dios: 1º) Por la existencia del mundo y la belleza de la creación. A partir de la creación, con la luz de la razón, podemos conocer (reconocer, percibir) a Dios como origen y fin del universo y como sumo bien, verdad y belleza infinita. Las perfecciones de las criaturas y del hombre son un reflejo, aunque limitado, de la infinita perfección de Dios. El orden de lo creado, la organización existente en la naturaleza, nos hace suponer que todo fue ideado por una inteligencia extremadamente superior. “Interroga a la belleza de la tierra; interroga la belleza del mar; interroga a la belleza del aire que se dilata y se difunde, interroga a la belleza del cielo… interroga a todas estas realidades. Todas responden: Ve, nosotras somos bellas. Su hermosura es una profesión (“confessio”). Estas bellezas sujetas a cambio, ¿Quién las ha hecho sino la suma Belleza (“Pulcher”) no sujeta a cambio?”[12] El mundo y el hombre atestiguan que no tienen en ellos mismos ni su primer principio ni su fin último, sino que participan de Aquel que es el Ser en sí, sin origen y sin fin. Razonando esto el hombre puede convencerse de la existencia de una Realidad que es la causa primera y el fin último de todo “y que todos llamamos Dios” (Santo Tomás de Aquino). El mundo no existe por sí mismo, porque no tiene en sí mismo su razón de existir, luego alguien le ha dado la existencia. Ese alguien solo puede ser quien tenga en sí mismo y no en otro la razón de su propia existencia, absoluta e independiente, lo cual solo es propio de Dios. Luego la existencia del mundo creado, así como su belleza, prueban la existencia de Dios, como la de una obra prueba la de su autor. Nada sale de la nada. Solo Dios puede crear de la nada (Gn 1, 1; 2Mac 7, 28) ya que Él lleva en sí mismo la plenitud de la existencia al ser por sí mismo. Nada fuera de Dios existe por sí mismo. Los efectos necesitan una causa y estas a la vez son efectos de otras causas; es necesario que exista una causa que no sea efecto, esta causa primera es Dios. Sin causa primera no hay segunda ni tercera. Así ocurre también con el movimiento en el universo; todo movimiento es un efecto que supone una causa, un motor. Si este motor es a su vez movido, supone otro motor, y este otro, etc. Es inconcebible una serie cerrada o indefinida de motores que además sean movidos. Si siguiéramos una cadena ilimitada de causas que a la vez son causadas por otras causas, comprobamos que esta proposición nos lleva a una secuencia infinita regresiva de causa y efecto, lo cual es absurdo, pues habría que admitir que esta sucesión causa-efecto viene desde lo eterno; solución que no resuelve el problema y además es insostenible ya que ninguna causa causada puede ser eterna porque empieza a existir desde que es efecto de una causa anterior, y así cae sin resolver cualquier teoría que intente demostrar una regresión eterna de causa-efecto. Ha de haber uno que sea motor sin ser movido, que sea causa sin ser efecto. A este primer principio, Causa no causada es a lo que llamamos Dios. Algunos intentan sostener que el universo surgió por contingencia de los elementos al azar (por casualidad). La casualidad, rigurosamente hablando, no existe, pues aunque un suceso o acontecimiento sea para nosotros desconocido o inesperado, todo efecto tiene su causa. El orden del mundo se debe a las leyes físicas, químicas, biológicas, etc. de la naturaleza y el universo en general. Pero estas leyes naturales no tienen inteligencia ni autonomía. El orden demanda estar sostenido por las leyes, y estas solo pueden ser establecidas por un Ser inteligente. Dios que es inteligencia absoluta y perfecta ha organizado y establecido estas leyes (fuerzas) entre sí, de tal manera, que produzcan un mundo a la vez tan complejo y tan ordenado. Basta considerar el orden admirable que hay en todos los seres: en los inmensamente grandes como en los millones de astros; y en los más pequeños como los seres microscópicos; tanto unos como otros han necesitado una inteligencia ordenadora. A esa Inteligencia ordenadora llamamos Dios. 2º) Por la vocación trascendental del hombre. El hombre anhela trascender por naturaleza, anhela la eternidad y la felicidad, sin embargo, la felicidad verdadera escasea en este mundo. ¿Qué explicación tiene que el corazón del hombre aspire a algo que no le es posible alcanzar si Dios no existiera? ¿Surgió esto también por casualidad en su interior? ¿De dónde le viene aspirar a lo superior si nunca lo ha conocido, ya que está siempre más allá de su alcance inmediato? Lo que no se conoce no se desea. Entonces, el deseo de Dios en el corazón del hombre solo es explicable si el mismo Dios lo ha puesto en él y quiere atraer al hombre a la realidad de su existencia. Por otro lado, la humanidad es incurablemente religiosa. Negar la existencia de Dios no elimina los misterios de la vida. Tratar de excluir a Dios del vocabulario civil no elimina el deseo de algo más allá de lo que esta vida puede ofrecer para satisfacer el espíritu del hombre. El consentimiento universal de los pueblos evidencia el carácter religioso del hombre. Todos los hombres siempre y en todas partes han reconocido una divinidad a la que se rinde culto. Esta tendencia universal del hombre a la religión, puede ser un testimonio a favor de un Dios, causa de esta (Ec 3,11; Rom 2,14.15). 3º) Por la existencia de la ley moral. Todos los hombres se sienten obligados por la ley moral (ley interior o conciencia) que les manda ciertas cosas y les prohíbe otras, y según obedezcan o quebranten esta ley de su interior, sienten en sí mismos gozo o remordimiento. De ahí se sigue que pueda haber un legislador universal y supremo que obliga a la voluntad humana a hacer el bien y a evitar el mal. El hecho de que encontremos en nuestro interior una ley superior a nosotros mismos, ya que nosotros no la hemos inventado, y que nos orienta en nuestra conducta acerca de lo bueno y lo malo, supone un Ser superior Autor de los principios morales y un Legislador supremo a quien llamamos Dios. 4º) Argumento ontológico (del ser). El hecho de que podamos discernir distintos grados de virtud manifiesta que existe un concepto de un Bien Absoluto por el cual medimos y comparamos la virtud misma. Solamente este Bien es bueno en y por sí mismo; y es supremamente bueno y supremamente grande. El más elevado de todos los seres que existen. El ser humano es capaz de concebir un Ser extremadamente grande, bueno, perfecto, eterno. Este es el más grande Ser concebible, según el lenguaje de San Anselmo de Cantorbery. El razonamiento de este argumento consiste en que es tan clara y evidente la existencia del más grande Ser concebible que ni siquiera puede concebirse que este no exista. Así simplemente Dios por definición es el más grande Ser concebible, y no pudiera ser esto si no existiera, por tanto, este existe. El hecho de que tengamos en nosotros la idea de Dios demanda que Dios sea su causa. CONCLUSIONES El hombre con Dios Cuando el hombre encuentra a Dios y le reconoce como el Dios personal que es, perfecto en sus atributos y Sumo Bien, insuperable en el amor; entonces, halla que su vida no puede carecer de sentido. Sino que está orientada a una realidad trascendente, que no perece ni se limita a esta vida terrena y material. Toda su cosmovisión es mudada a una concepción del universo nueva y liberadora. Todo adquiere un nuevo sentido, el sentido auténtico que tanto buscaba para por fin enfocar su vida con seguridad, con sólido fundamento. El hombre encuentra su razón de existir, su propósito lógico y cierto, la clave exacta para comprenderse a sí mismo y al mundo que le rodea. FUENTES CONSULTADAS: Catecismo de la Iglesia Católica. Catecismo de la Iglesia Católica. Compendio. Pequeño Catecismo Católico: Yo Creo. NOTAS: [1] Catecismo de la Iglesia Católica, 33. [2] De la predicación de San Pablo en Atenas. Hechos de los Apóstoles 17, 25-28. [3] Gaudium et Spes, 19,1. [4] San Agustín de Hipona, Confesiones. 1, 1,1. [5] San Anselmo de Cantorbery. [6] San Agustín de Hipona. [7] Sab 13, 1-9. [8] Rom 1, 19-21. [9] Sabiduría 1,1b-6. [10] Heb 1, 1-2a. [11] Jn 1, 18. [12] San Agustín, Sermón 241, 2. Fueron dos factores principalmente los que hicieron adelantar en la “Teología de la Revelación”: el movimiento humanista del siglo XVI y las necesidades de la controversia protestante. Ante la nueva serie de cuestiones que van surgiendo, los teólogos insertan en sus tratados “De Fide” algunos párrafos en los que intentan definir la Revelación.
Algunas notas marcan este período comprendido entre los siglos XVI y XVIII:
1. Melchor Cano y Domingo Báñez Melchor Cano En Melchor Cano la noción de revelación aparece indirectamente, hablando del análisis de la fe. En su obra De locis theologicis de 1563, hallamos dos elementos fundamentales:
Así toma como ejemplo la profesión de fe del mismo apóstol Pedro, que aun habiendo oído la predicación de Juan el Bautista y haber presenciado milagros y señales de Cristo, solo vino a dar un asentimiento y profesión de fe cuando le fue revelado no por la carne ni la sangre, sino por el Padre que está en los Cielos (Mt 16, 17). Así para Cano, el fundamento último de la fe no descansa en la autoridad de la Iglesia, ni en la Escritura, sino en la autoridad de Dios mismo que revela de manera inmediata, según él cree (inmediate credo), “bajo la moción de un instinto divino especial”[2]. Pero esto no significa que no valga la autoridad de la Iglesia, más bien ella es “causa sine qua non crederemus”[3]. Los antes mencionados elementos exteriores son condiciones para la fe, pero el asentimiento de la misma solo viene por la luz interior infundida por Dios. Melchor Cano llama a la revelación como increada y existente en Dios y también como la iluminación interior de la gracia que inclina a creer. Pero no es la doctrina de la salvación propuesta por la predicación de la Iglesia. Domingo Báñez Siendo discípulo de Cano, concibe la revelación de modo semejante. Revelación es “el efecto que el Dios revelante produce en nosotros, y por el que se nos manifiesta o revela formalmente algo”, que es la luz de la fe o su iluminación. Dios infunde esta luz, y así se nos revelan las verdades del mundo sobrenatural, engendrando un saber nuevo. Tanto Cano como Báñez centran su atención más en la iluminación del sujeto que en el descubrimiento del objeto. 2. Francisco Suárez Suárez insiste en la revelación mediata. Dios no se manifiesta a la muchedumbre inmediatamente, sino que siempre emplea legados. En el AT encontramos los ejemplos de Moisés y los profetas por los que Yahveh habla al pueblo. Lo mismo hallamos en el NT: Juan Bautista, el Verbo encarnado (Dios mediante la humanidad que asume), los apóstoles que son enviados a evangelizar. Esta es la vía ordinaria y suficiente por la que se propone y concibe la fe. Cristo instruye a los fieles también mediante la Iglesia, “cuya definición tiene la virtud de una revelación”, pues quien escucha a la Iglesia oye al mismo Dios hablando. No obstante, aunque no es necesario que Dios proponga inmediatamente la verdad, al menos hay que proponerla y manifestarla como creíble, o sea, como cualificada por el poder divino. La Revelación en sentido estricto Entiende la revelación como “la sola proposición suficiente del objeto revelado”, la crea o no el sujeto al que está dirigida, sin importar si la realiza interiormente Dios por sí solo o por sus ángeles, o sea de modo exterior por la predicación humana.[4] La revelación es la proposición del objeto que se presenta para ser creído bajo la autoridad divina. Hay dos cosas necesarias para el conocimiento de la fe:
En este sentido, el objeto es creíble y suficiente cuando su verdad aparece cubierta por la autoridad y el testimonio de Dios. Históricamente Suárez distingue dos momentos. Primero, cuando tuvo lugar la predicación general mediante Cristo y los apóstoles. En esta etapa era necesario confirmar la fe predicada con los signos y milagros propios del poder divino como testificación. En un segundo momento, al haberse difundido la fe por todas partes, los milagros ya no son necesarios. Pero la intervención divina sigue siendo necesaria, cooperando sobrenaturalmente, ya que el asentimiento de la fe no puede realizarse sin la gracia. Por esto la Escritura llama a veces revelación a la inspiración y a la infusión de la luz interior que engendra la fe. Así la revelación incluye consiguientemente la proposición del objeto, la inspiración y la ayuda para creer. Esta proposición suficiente de la fe no a todos aprovecha, pues a muchos que se revela la fe no creen, aunque nadie cree sin previa revelación. Iluminación o Revelación del objeto y de la potencia La fe viene de Dios tanto por parte del objeto como de la ayuda o virtud sobrenatural dada a la potencia. Ya que tanto la doctrina como la gracia vienen de Dios; así la iluminación se da en ambas partes. Cuando se propone el objeto, se demuestra la verdad, o se presentan las razones para adherirnos a él es iluminación. Como cuando un profesor ilumina a sus alumnos (Cristo Maestro que ilumina a la humanidad). Por otra parte la infusión de la fe es luz, es iluminación también. La diferencia radica en que la iluminación ex parte objecti puede ser mediata (no solo por parte de Dios, sino también de sus ángeles), mientras que la revelación ex parte potentiae siempre es inmediata (producida sólo por Dios). Por esto al hablar de revelación debemos tatar ambos aspectos con rigor diferente. Revelar es quitar el velo que cubre la visión del objeto. El velo puede cubrir:
Dios quita ambos velos, el primero por la por la revelación del objeto, el segundo por la infusión de la fe. Pero la revelación propiamente dicha se percibe con la inteligencia, mientras, mientras que la infusión de a fe, no se percibe con el espíritu, sino que Dios la realiza de modo invisible. Para definir la revelación hay que partir del objeto. Revelación es la proposición suficiente (garantizada por Dios) de los misterios divinos, la verdad divina y la doctrina de la salvación. En sentido amplio la revelación es la iluminación de la gracia de fe. 3. Juan de Lugo La Revelación como Palabra La Escritura afirma que tanto la revelación mediata como la inmediata son palabra de Dios. Para que se realice el concepto de palabra, no basta con presentar el objeto a otra persona, también hay que manifestar nuestra concepción de ese objeto. La palabra se distingue de otra acción que engendra el saber, pues tiende a comunicar al otro el conocimiento del que habla y su voluntad de ser entendido y comprendido. En la revelación inmediata Dios puede servirse de signos sensibles, como la palabra, para manifestar su pensamiento. Aunque también puede engendrar este conocimiento del objeto que quiere comunicar de manera inmediata. Lo mismo sucede con la palabra mediata, debe ser tal “que yo pueda reconocer, como en la voz mediata, que Dios es su autor y que por medio de ella quiere comunicarme su pensamiento. Los protestantes no dan a la revelación mediata todo el valor que merece, pues se enseña que cada fiel tiene la inspiración interior del Espíritu Santo. Dios habla como conviene que hable a los hombres, que perciben los objetos con los sentidos exteriores. Así, acompaña la proposición de los misterios de Dios con los signos, que sirven para cerciorar que esta doctrina viene de Dios. En este caso la certidumbre no es menor que la revelación inmediata, sino que en verdad es palabra y palabra de Dios. El que cree ante la revelación mediata, cree a una palabra autorizada como divina por los signos que la acompañan. Revelación y Habitus o ayuda de fe La revelación es palabra de Dios propiamente dicha, comunicación a los hombres del pensamiento divino. Esta revelación-palabra no debe confundirse con el habitus, que es lo mismo que la ayuda de la gracia de fe. Dios no habla cuando da el habitus de la fe, sino cuando dice la Encarnación o la Trinidad. Y cuando nos da el habitus de la fe nos da la facultad que nos capacita para oír su voz y creer. Pero la palabra propiamente dicha es la producción de verbos con vistas a expresar el pensamiento del que habla. La gracia interior hace asumir la palabra propuesta para que se comprenda mejor la verdad. La revelación es la palabra de Dios que comunica el pensamiento divino. Mediante ella, el hombre conoce la verdad propuesta y como verdadero pensamiento de Dios. Tanto la revelación mediata como inmediata son palabra de Dios. En la revelación mediata, la palabra total se presenta como el conjunto del mensaje oído como palabra de Dios. 4. Los Carmelitas de Salamanca Según el De fide de los teólogos salmantinos, revelación es la acción de Dios que corre el velo que oculta la inteligencia de una cosa. Este velo puede:
Toda acción que corre uno de los velos y que procura la inteligencia, es revelación divina. Podemos distinguir en la revelación un aspecto activo y otro pasivo. Considerada activamente, la revelación es la acción o el hablar de Dios que nos atestigua una verdad mediata o inmediatamente. Considerada pasivamente, la revelación es el conocimiento actual o habitual de lo que Dios ha hablado y atestiguado. El habitus o el acto de fe son el efecto de la revelación activa. La visión del objeto nos da la inteligencia del objeto revelado. El testimonio de Dios, mediato o inmediato, de los misterios de su vida íntima y la iluminación de la gracia de fe, verifican la noción de revelación. BIBLIOGRAFÍA: LATOURELLE, René: Teología de la revelación, Sígueme. Salamanca 1993, 8va Ed. 583 pp. NOTAS: [1] RENÉ LATOURELLE: Teología de la revelación. Salamanca 1993, p. 205. [2] MELCHOR CANO: De locis teologicis, 1. 2, c. 8, ad 4. [3] Ibídem. [4] FRANCISCO SUÁREZ: De Trinitate, 1. I, c. 12, n. 4-5: I, 571. El Concilio Vaticano II fue el último Concilio Ecuménico que ha visto la Historia. Anunciado por el papa Juan XXIII el 25 de enero de 1959, es innegable que fue uno de los eventos históricos que marcaron el siglo XX. Podemos llamarlo como el gran acontecimiento de la era moderna en el ámbito de la Iglesia. Fue seguido y clausurado por el papa Pablo VI.
Se pretendía que este concilio fuera un “aggiornamento”, o sea, una puesta al día de la doctrina y actuar de la Iglesia en los apremiantes tiempos modernos. Una puesta al día de la Iglesia, haciendo una revisión a fondo de sus elementos propios para renovarlos a la luz del diálogo con el mundo moderno. Ha sido el concilio más representativo de todos, con una asistencia de unos 2 000 padres conciliares de todas las partes del mundo y con una gran diversidad de lenguas y razas. También asistieron miembros de otras confesiones religiosas cristianas. El Concilio constó de cuatro etapas. La primera etapa fue presidida por el mismo papa Juan XXIII en el otoño de 1962, no obstante murió al año siguiente. Las otras tres etapas fueron convocadas y presididas por el papa Pablo VI, hasta que fue clausurado en 1965. Se propuso este Concilio no definir ningún dogma y tratar principalmente la naturaleza de la misma Iglesia, la Revelación, la Liturgia, la Libertad Religiosa, etc. El fin principal de este concilio fue: promover el desarrollo de la fe católica; lograr una renovación moral en la vida de los cristianos; adaptar la disciplina eclesiástica a las necesidades y métodos de nuestro tiempo; lograr una relación mejor con las iglesias orientales. Tuvo una etapa previa o preparativa bajo la supervisión de la Curia Romana. Desde febrero de 1959 hasta noviembre de 1962. Durante la celebración de la fiesta de la Conversión de San Pablo, en la Basílica San Pablo Extramuros, el papa Juan XXIII, mediante un pequeño discurso, manifestó su intención de celebrar un Concilio Ecuménico. En este mismo anuncio dejó claro que se trataba de una iniciativa personal.[1] Es muy conocida aquella frase suya con la que daba razón de los motivos de este Concilio: “Quiero abrir las ventanas de la Iglesia para que podamos ver hacia afuera y los fieles puedan ver hacia el interior”. El 15 de agosto de 1959 el papa anunció al Cardenal Tardini que el Concilio se llamaría Vaticano II, no queriendo significar con ello que se tratara de una continuación del Vaticano I que había quedado suspendido. Durante las cuatro sesiones en las que se celebró el concilio, participaron más de 2 450 obispos de la Iglesia Católica. El único grupo que fue excluido fue el del bloque comunista chino, por lo que estuvieron ausentes unos 200 obispos. Esto no sucedió con los de la URSS, pues había un convenio con los soviéticos que les permitía moverse libremente, saliendo o entrando al territorio ruso. Es por ello que hablamos del Concilio más grande de la historia del Cristianismo. Baste comparar que en el Concilio de Calcedonia participaron unos 200 obispos, mientras que en el de Trento unos 950. Este fue además el más universal, pues la primera vez, que participaron de manera sustancial los obispos de todos los continentes, sobre todo los africanos y asiáticos. Como teólogos invitados, aunque sin poder hablar, pero con gran influencia en las comisiones del concilio, estuvieron presentes Yves Congar, Karl Rahner, Henri de Lubac, Hans Küng y Gerard Philips entre otros. Las comisiones tenían como tarea guiar y escribir aquellos decretos ya discutidos en el aula. Hubo también consultores de Iglesias ortodoxas y protestantes, observadores y laicos católicos, periodistas, etc. Documentos Al día de hoy, contamos con 16 documentos del Concilio Vaticano II: Cuatro Constituciones, tres Declaraciones y nueve Decretos. A continuación un pequeño sumario que las incluye. 1. Constituciones: Dei Verbum (Constitución Dogmática sobre la Divina Revelación)[2] Los estudios bíblicos cobraron impulso decisivo con León XIII, Pío X, Benedicto XV y más tarde Pío XII. Se pasó de un excesivo apegamiento a la palabra material del texto a una penetración más profunda de los hechos y dichos de Dios como portadores de un mensaje de salvación para los hombres. Se propuso una interpretación desde un ángulo contextual y no meramente textual de la palabra escrita. Lumen Gentium (Constitución Dogmática sobre la Iglesia) Nació del deseo del Pueblo de Dios de renovarse a sí mismo. La Iglesia es el Pueblo de Dios en el que todos somos responsables y solidarios. La autoridad es un servicio, el obispo es un pastor querido por Cristo. Habla de la colegialidad y la comunión de toda la Iglesia como institución, y sobre todo, al servicio de la misión. María es presentada como Madre de toda la Iglesia. Sacrosanctum Concilium (Constitución sobre la Sagrada Liturgia) La oración litúrgica y los sacramentos piden la participación activa de todos los fieles. Esta es esencialmente la razón de la reforma litúrgica, ya que la Liturgia es “la fuente primera e indispensable donde los fieles deben obtener un espíritu verdaderamente cristiano”. El Misterio Pascual es el corazón de toda la lirturgia y a la Palabra de Dios hay que darle un lugar primordial. Gaudium et Spes (Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual) En esta Constitución la Iglesia ha querido considerar al mundo en todas sus expresiones: cósmicas, humanas, históricas. Afirma que la Iglesia es solidaria, íntimamente solidaria con el genero humano. Aborda cinco problemas que cree urgente: la familia, la cultura, la vida económico-social, la vida política, el ámbito de las relaciones internacionales. 2. Declaraciones: Gravissimum Educationis (Declaración sobre la Educación Cristiana) Todo hombre tiene derecho a educación. La familia es la primera responsable. Nostra Aetate (Declaración sobre las relaciones de la Iglesia con las Religiones no cristianas) La Iglesia mira con estima las demás religiones, porque contienen una parte de verdad. Rechaza toda discriminación racial o religiosa. Dignitatis Humanae (Declaración sobre la libertad religiosa) La verdad no se impone más que por la fuerza de la verdad. 3. Decretos: Ad Gentes (Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia) La Iglesia debe insertarse en todos los grupos humanos respetando sus condiciones sociales y culturales. Presbyterorum Ordinis (Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros) Los sacerdotes, cooperadores de los obispos, son servidores de Cristo y de sus hermanos para la palabra de Dios, el don de los sacramentos y la constitución de la Iglesia. Apostolicam Actuositatem (Decreto sobre el apostolado de los laicos) Los laicos tienen, por su unión con Cristo, deber y derecho de ser apóstoles. La vocación cristiana es, por su misma naturaleza, vocación también para el apostolado. El deber y el derecho del seglar al apostolado derivan de su misma unión con Cristo Cabeza. Insertos por el bautismo en el Cuerpo Místico de Cristo, robustecidas por la confirmación en la fortaleza del Espíritu Santo, es el mismo Señor el que los destina al apostolado. Las circunstancias actuales piden un apostolado seglar mucho más intenso y más amplio. Optatam Totius (Decreto sobre la formación sacerdotal) A toda la comunidad cristiana incumbe el deber de suscitar vocaciones. Perfectae Caritatis (Decreto sobre la adecuada renovación de la vida religiosa) El retorno a las fuentes evangélicas y la participación en la vida de la Iglesia son las condiciones de vitalidad de las órdenes religiosas. Christus Dominus (Decreto sobre el ministerio pastoral de los Obispos) Los obispos participan en el cuidado de todas las Iglesias. Unitatis Redintegratio (Decreto sobre el ecumenismo) Promueve la restauración de la unidad entre todos los cristianos. Las primeras iniciativas nacieron de los protestantes. El impulso decisivo por parte católica vino de Juan XXIII, que en 1961 creó el Secretariado para la Unidad de los Cristianos. Frutos del movimiento ecuménico son: la revalorización católica de la lectura de la Escritura, la revisión de la Institución demasiado autoritaria y uniforme y el uso de obras escritas por teólogos protestantes. Orientalium Ecclesiarum (Decreto sobre las Iglesias orientales católicas) La variedad en la Iglesia no daña su unidad, sino que manifiesta su riqueza espiritual. Inter Mirifica (Decreto sobre los Medios de comunicación social) La Iglesia sabe que los medios, si se utilizan rectamente, proporcionan valiosas ayudas al género humano, puesto que contribuyen eficazmente a descansar y cultivar el espíritu y a propagar y fortalecer el Reino de Dios. También sabe que estos medios pueden ser abusados. Los laicos tienen que procurar que los medios de comunicación social, se utilicen eficazmente en las múltiples obras de apostolado, sobre todo en aquellas regiones cuyo progreso moral y religioso exige una atención más diligente.[3] NOTAS: [1] Cf. AAS 51 (1959) I/65-69. El texto original en italiano dice: «Pronunciamo innanzi a voi, certo tremando un poco di commozione, ma insieme con umile risolutezza di proposito, il nome e la proposta della duplice celebrazione: di un Sinodo Diocesano per l'Urbe, e di un Concilio Ecumenico per la Chiesa universale». [2] Cf. Concilio Vaticano II, Años 1962-1965, en Catholic.net [http://es.catholic.net/op/articulos/25245/cat/949/concilio-vaticano-ii-anos-1962-1965.html] [3] Cf. Inter mirifica, 13. [http://www.vatican.va/archive/hist_councils/ii_vatican_council/documents/vat-ii_decree_19631204_inter-mirifica_sp.html] (Febrero 2017) Fides et Ratio, fe y razón, son las dos palabras con que Juan Pablo II quiso comenzar su Carta Encíclica que vería la luz el día 14 de septiembre de 1998. Trata sobre la relación existente y necesaria entre la fe y la razón, vistas como atributos y condiciones propiamente humanas en el ejercicio de su búsqueda por el sentido de la propia existencia. Lo más oportuno sería comenzar con las mismas palabras del documento: “La fe y la razón (Fides et ratio) son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad. Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo de conocer la verdad y, en definitiva, de conocerle a Él para que, conociéndolo y amándolo, pueda alcanzar también la plena verdad sobre sí mismo.”[1]
La capacidad que tiene el hombre de conocer el mundo, la realidad que le circunda y, que aun estando en contacto consigo, nunca llega a ser parte de él, es la misma que le hace conocerse y distinguirse como sujeto en el mundo y por tanto, a echar la zapata del auto conocimiento. El procurar saber sobre el sentido de la propia existencia no hace más que remitir a todo pensador, entiéndase a todo hombre, a inquirir por la propia esencia, en el quién soy y de dónde vengo. “Conócete a ti mismo” es el principio ya en boga desde hacía muchos siglos en la cultura griega para cuando vio la luz el Cristianismo. El ser humano es parte integrante y distinta a la vez del complejo cosmos, el entrar en un contacto desde la razón con la misma Creación es dar un paso también hacia adentro. En el fondo, como un background que se repite y va dando cohesión al documento, está la concepción cristiana y filosófica, de que la fe y el ejercicio de la razón no se oponen ni pueden oponerse válidamente como si fuesen antagónicos. Tanto una como la otra buscan un mismo fin: la Verdad. Es por ello que no puede haber una contradicción irreconciliable entre ellas, ni en su camino ni en su destino, sino que son como herramientas o vías para alcanzar un fin que a ambas le es propio: la verdad. A lo largo de la historia de la humanidad podemos ver como este inquieto buscador (el hombre) se hace las mismas preguntas y se plantea los mismos problemas. Sabemos que según ha ido contestando a estos cuestionamientos sobre el sentido último de la existencia, así se va enfocando su cosmovisión y por ende, determinará su actuar y modo de vivir. La Iglesia no es ajena a este hecho. Los cristianos somos conscientes del gran depósito que poseemos, no podemos dejar de enriquecer este ejercicio y proceso de búsqueda por la verdad connatural al hombre, cuando la verdad fundamental de nuestra fe descansa en el hecho mismo de un Dios que ha querido encarnarse y manifestarse a Sí mismo, como camino, verdad y vida para el hombre; como respuesta suficiente que puede dar satisfacción a las demandas más profundas de todo hombre. El acontecimiento pascual de un Mesías crucificado y resucitado, se presenta a la humanidad como un signo preclaro de que la esperanza de vivir del hombre y el no poder acostumbrarse a la idea de una muerte/no-existencia no es una expectación infundada y estéril. Es en Jesús, según creemos los cristianos, que podemos hallar la paz y la liberación ante la angustia desesperada por la “nada”, que se traga al ser humano en una sádica ironía del hado. Esta es la verdad de la fe cristiana, la herencia que guarda la Iglesia y la comisión que ha recibido de su Señor. Hay una pretensión latente en cada minuto de la historia humana, la Iglesia se sabe poseedora de este tesoro que le ha sido revelado y debe ser anunciado a toda criatura, es un mensaje que implica la capacidad de creer del hombre: su fe; pero también compromete su racionalidad. Este “Evangelio” que anunciamos, más que una adhesión ciega por temor a afrontar la crudeza de un fatalismo insuperable, es un asentimiento a la realidad que se nos muestra creíble, conveniente y fundamentalmente lógica. No hay que hacer naufragar la nave del pensamiento para aceptar el mensaje contenido en la persona de Cristo y, que habiendo “acontecido” en nuestra propia naturaleza, nos impele a tomar un partido y decisión, si cortar ninguna de aquellas dos alas mencionadas arriba: fides et ratio. Groso modo quiero ir presentando el contenido de cada uno de los capítulos de la Encíclica: En el primer capítulo hallamos la revelación de la Sabiduría de Dios. Además del conocimiento que viene de la razón y que sirve para llegar al Creador, existe un conocimiento que viene de la fe. Estas dos realidades o fuentes de verdad no se confunden. Cuando la revelación expresa el misterio impulsa a la razón a intuir unas razones que ella misma no puede agotar. Significa a su vez (cap. II) que hay una relación inseparable entre el conocimiento que viene de la fe y el que viene de la razón. De hecho se demuestra como en la Escritura ya se pone de manifiesto esta actitud de interrelación entre fe y razón. Para llegar al conocimiento de la verdad el hombre no puede prescindir del dato ofrecido por la revelación. En el capítulo tercero se constata cómo hay un natural deseo en el hombre por conocer la verdad. Se pregunta sobre una verdad que sea universal y que a la vez pueda ser principio de comprensión para todas las cosas en el universo. En esta tensión hacia la verdad, el hombre no se limita a verdades parciales y específicas, hay una verdad ulterior que persigue a la vez que le fascina. Hay una verdad absoluta intuida por el ejercicio de la razón, por su capacidad de filosofar, que no le deja quieto mientras no la descubre. Pero también tiene que reconocer que esta verdad ultima no se alcanza solo por el ejercicio de razón, necesita fiarse de la fe, del testimonio de otros: “En la vida de un hombre, las verdades simplemente creídas son mucho más numerosas que las adquiridas mediante la constatación personal”. En el capítulo cuarto hay una explicitación de la relación entre la fe y la razón. Se apela a la experiencia dialogal del pensamiento cristiano. Los primeros creyentes en Jesús para poder hacerse comprensibles y presentar el mensaje de la fe a los gentiles, no podían hacer solamente referencia a los profetas de las Escrituras sin salir del conocimiento propiamente religioso heredado; se hacía necesario tomar de la verdad que estaba en germen y ya presente en los grandes pensadores de la cultura griega. La filosofía no era una herramienta antinatural para la fe. Gran parte en esta obra de sacar a la luz la riqueza “pagana” la hicieron los Padres de la Iglesia. El capítulo quinto trata sobre las intervenciones de la Iglesia en cuestiones filosóficas. Hay varios pronunciamientos del magisterio con respecto a diversos planteamientos filosóficos. Aunque la Iglesia no toma partido ni canoniza una única línea filosófica o sistema filosófico, sí está en el deber de pronunciarse sobre cualquiera de estos, siempre y cuando estos atenten contra la integridad del mensaje revelado. Así debe mostrar todo aquello que en este sentido pueda haber como incompatible con la fe. Ninguna forma de filosofía puede pretender abarcar toda la verdad ni ser la explicación plena del ser humano, del mundo y de la relación entre el hombre y Dios. En el capítulo seis se trata sobre la interacción entre la teología y la filosofía, sobre las distintas exigencias que las disciplinas teológicas deben mantener en relación con el saber filosófico. Por esto se recalca que sin la aportación de la filosofía es muy difícil abordar de manera provechosa determinados contenidos teológicos. El capítulo siete trata sobre las exigencias irrenunciables de la Palabra de Dios. “La Sagrada Escritura contiene, de manera explícita o implícita, una serie de elementos que permiten obtener una visión del hombre y del mundo de gran valor filosófico. Los cristianos han tomado conciencia progresivamente de la riqueza contenida en aquellas páginas sagradas.” El tema central de este capítulo gira en torno a la Revelación, vista como el punto de referencia o de confrontación entre la filosofía y la fe. La Biblia es poseedora de un gran contenido también filosófico, que apunta a que la vida humana y el mundo tienen un sentido y están orientados hacia una realización en Jesucristo. En las conclusiones del documento termina diciendo el papa que se ha de tener en cuenta que “la negación del ser comporta inevitablemente la pérdida de contacto con la verdad objetiva y, por consiguiente, con el fundamento de la dignidad humana”, y que “verdad y libertad, o bien van juntas o juntas perecen miserablemente”. El hecho de que aspiremos a una verdad universalmente válida no es un indicio de intolerancia, todo lo contrario, es una condición para que exista un diálogo sincero y auténtico entre los hombres. El papa hace énfasis en que una de las mayores tentaciones en el fin del siglo XX fue la de la desesperación. En el fondo tenemos una crisis: se ha perdido la capacidad de pensar y de aspirar a conocer los principios más universales.[2] Bibliografía JUAN PABLO II: Carta Encíclica Fides et ratio, Libreria Editrice Vaticana, 1998. MELENDO, Tomás: Para leer la Fides et ratio. Ed. Rialp, 2000. NOTAS: [1] Cf. Fides et Ratio [http://w2.vatican.va/content/john-paul-ii/es/encyclicals/documents/hf_jp-ii_enc_14091998_fides-et-ratio.html] [2] Cf. DÍAZ Sánchez, J. Ramón: Razón y fe en el magisterio de Juan Pablo II [http://www.mercaba.org/JUANPABLOII/razon_fe_magisterio_juanpablo.htm] (Febrero 2017) La Teología Fundamental nace de la antigua y clásica Teología Apologética y de la reflexión que tuvo en vistas a reformarse, para no desaparecer. Era necesaria una renovación de esta disciplina para dar respuestas a nuevas problemáticas. Sin una oportuna renovación de la mentalidad, se hubiera hecho imposible responder a las nuevas exigencias. Esta renovación ha sido tan profunda que se vio como necesidad el cambiar el nombre de la materia.
Esta actualización de la apologética católica ha afectado no solo a su contenido e identidad, sino además a sus propios métodos. No obstante estos cambios, los problemas a los que se tiene que enfrentar no dejan de ser los de siempre: la revelación y la credibilidad (Revelación y Fe), solo que tratados desde renovadas perspectivas y categorías. Podemos distinguir tres fases en la consolidación de la Teología Fundamental si tomamos como referencia al Concilio Vaticano II:
En la primera, podemos ver una reacción frente a la apologética clásica. En la segunda fase percibimos una ampliación y recreación que coincide con la asimilación del nuevo nombre de Fundamental. Y finalmente, en la tercera fase vemos una reflexión sobre su identidad y un nuevo intento de sistematización o jerarquización de su contenido. En la primera fase, cuando aún podemos nombrarla apologética, esta teología tenía que hacer frente a varios problemas, que a la vez podemos situarlos en determinados momentos históricos. Había que hacer frente a los protestantes del s. XVI con una demostración de que la Iglesia y la doctrina católica era la única y verdadera Iglesia con la única y certísima verdad revelada. De igual manera debía hacer frente a los libertinos y ateos prácticos del s. XVII. A estos tenía que responder con una bien fundamentada Teodicea o teología natural, y convencerles de la existencia de Dios, y la necesidad de creerle y obedecerle. Para el s. XVIII ya tendrá que enfrentarse con los deístas y enciclopedistas, que no veían la necesidad de una institución divinamente establecida a la cual obedecer. No creyendo en la revelación divina, se contentaban con una religión natural. A estos tuvo que dar respuesta la apologética a partir de la demostración de que la revelación cristiana tuvo lugar ciertamente. Había que presentar a un Jesús históricamente real, portador de la palabra-revelación definitiva. En el período posguerra se va haciendo obsoleto un lenguaje agresivo contra los no católicos, es claro que no es aceptable un monopolio espiritual. Nuevas ciencias se van acercando con impensadas herramientas a las fuentes mismas de la revelación: la Escritura, los Padres y escritores cristianos primitivos, la arqueología bíblica, etc. Ya no cabe una postura de hostilidad contra los protestantes o deístas, hay que buscar puntos de acercamiento y diálogo. Ahora ya podemos ver una nueva elaboración teológica. Hallamos una teología fundamental con un lenguaje de posiciones y proposiciones teológicas y filosóficas, en vez de una acérrima refutación. Posterior a este período y coincidiendo con la segunda fase, hallamos una teología fundamental en plena ampliación. Se escriben muchas obras sobre la revelación, se respira una libertad y apertura en el lenguaje, es el tiempo de la Dei Verbum. En este tiempo de extensión y enriquecimiento de su contenido, con la apertura a nuevos interlocutores, es cuando se adopta el término de Teología Fundamental. La revelación empieza a presentarse no solo en su aspecto doctrinal o académico, sino como acto mismo de Dios: es auto manifestación de Dios, que se encarna en la Persona de Jesucristo. El tema de la credibilidad también sufrió amplios cambios. Hay un reconocimiento de las limitaciones de las antiguas demostraciones a base de milagros, prodigios, etc. De igual modo, hay una uso, a veces inadecuado, de los nuevos métodos y técnicas de exégesis bíblica, cuando no una ausencia de estos métodos. Para este tiempo, la teología fundamental se da cuenta que es necesario e impostergable una ampliación de horizontes. Esta ampliación de horizontes se manifestó en tres direcciones: Frente al problema de la historia y de la hermenéutica. Si es cierto que debemos presentar el mensaje de la revelación acaecida en Jesús, también es cierto que los paradigmas de revelación por medio de los evangelios, por ejemplo, han variado. Con las nuevas ciencias críticas, había que hacer una valiente revisión de hasta qué punto y en que parte podíamos aceptar como creíble el mensaje contenido en las Escrituras. La cuestión del Jesús histórico asume una importancia fundamental, seguida por todos los teólogos. El método hermenéutico histórico crítico termina por imponerse y barre con las falsas seguridades de una revelación “intocable”. Frente al problema antropológico. El hecho de que Jesús se encarnara, no significó solamente que Dios irrumpiera en la historia y el cosmos, sino que en Jesús se manifestaba la “humanidad” al mismo hombre. Jesús es una revelación de quien es el verdadero hombre y su postura frente al misterio que lo plenifica y hace trascender su misma humanidad: Dios. En Jesús encarnado, el hombre puede hallarse a sí mismo, y reconocer la necesidad de la fe. La necesidad de sentido y respuesta a sus preguntas más profundas, que demandan una clave suficiente, más allá de lo que pude encontrarse en la humanidad caída: el Nuevo Adán. El tercer camino emprendido sería en dirección al signo. Si Jesús es la manifestación de Dios más perfecta a la que podemos acercarnos, entonces no podemos “verificar a Dios” más que por Jesús. Él es el signo del Padre. Debemos acercarnos al signo desde una nueva perspectiva hermenéutica, conscientes de las limitaciones que entraña cualquier interpretación, por tanto, con afirmaciones menos categóricas. Un Cristo total y vivo que no puede ser agotado por la interpretación crítica de la Escritura o la Historia y que encierra el misterio mismo del hombre. Esto hace que la reflexión en torno a Dios y su demostración se expandan sumamente, viéndose implicada toda la humanidad. Finalmente, la teología fundamental ha ampliado su campo de encuentro no solo con los no creyentes, sino con los creyentes. Pues, dentro de los hombres de fe se hallan las mismas dudas y cuestionamientos a la fe que se hallan en el contexto actual de increencia en que vivimos. El diálogo se vuelve un caminar juntos por el sendero de la búsqueda fundamentada de las razones para creer, valiendo los argumentos para todo hombre, creyente o no. Sin esta capacidad y amplitud, la Teología Fundamental perdería su esencia y razón misma de ser. En el momento postconciliar, nuestra disciplina se ve amenazada por dos peligros mortales. Por un lado, la dispersión de sus temas tradicionales, que devinieron olvidados en muchos casos; y por otro lado, el ensanchamiento excesivo de sus contenido de estudio, que terminó por volver esta disciplina en una “pantología teológica”, que con mucho abracar terminaría por diluirse en un esfuerzo vacío de lo no específico, o sea, gastándose inútilmente sin concretar resultados ni conceptos claros. En algunos lugares se llegó a anular la Teología Fundamental o a inmiscuirla en problemáticas teológicas propias de otras disciplinas. En cualquier caso, no cumplía su función específica de “confirmar en la fe”, cuando no lanzó al naufragio a millares de creyentes, que aturdidos por problemáticas teológicas muy difíciles, sucumbieron sin la ayuda de especialistas. Este período posconciliar caracterizado por una ampliación tan ambiciosa, la hizo pretender ser una enciclopedia de las ciencias, todas las que veía necesaria abarcar a fuerza de incluir cada asunto y cuestión. Esto la llevó a olvidar su objeto primigenio, a saber: la revelación y la credibilidad. Ante este doble peligro y todos estos problemas que se les presentaban, hubo una reorientación de su caminar, una concentración de esfuerzos mejor orientados, una jerarquización de temáticas, un búsqueda de su identidad y de su objeto distintivo y particular. En la actualidad la Teología Fundamental se enfrenta con nuevos retos y problemáticas, pero desde una base ya más estable. Si en los tiempos en que la disciplina vio la luz con un rostro renovado, los diversos manuales no se ponían de acuerdo en sus estructuras y métodos, al día de hoy podemos percibir una cierta uniformidad y sistematización que habla de un consenso teológico al respecto. Con esta reciente estabilidad puede hacerle frente a diversas cuestiones que le abordan y hacerlo con claridad en su objeto, método y estructura de contenido. (Enero 2017) |
AutorRubén de la Trinidad, misionero paúl (Congregación de la Misión), cubano. Estudiante de Teología. ArchivosCategorías
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