«El Señor extendió su mano, tocó mi boca y me dijo: "Yo pongo mis palabras en tu boca. Mira, en este día te constituyo sobre las naciones y sobre los reinos para arrancar y destruir, para derribar y deshacer, para edificar y plantar."» Todo profetismo implica una iniciativa de parte de Dios y una elección. Podríamos ver el profetismo como una especie de sacerdocio. Los profetas, en tanto mensajeros de la palabra de Dios, son apartados, o mejor, elegidos de entre el pueblo, para ser alimentados por la palabra (el librito devorado se vuelve amargo en el estómago: Ap 10, 10), regresar de nuevo al pueblo y anunciar el mensaje de Dios.
Nadie niega la originalidad del profetismo en Israel. Se puede pensar con razón que la mayoría de los profetas no hubieran elegido serlo. De ahí que cobre tanto significado el hecho de la elección divina. Se trata de una gracia sobrenatural y de una libérrima voluntad divina, que desde el vientre materno elige y consagra al varón de Dios para esta misión particular, no sin sufrimiento y dolor, no sin rechazo y muerte (no hay profeta que no muera en Jerusalén: Lc 13, 33). Viendo la importancia del mensaje a lo largo de la Revelación, una piedra fundamental queda al descubierto: la misma Revelación escrita, o sea, la Escritura, es fruto del ministerio de la Palabra. Como ha sucedido tanto en la conformación del Canon del Antiguo Testamento como del Nuevo Testamento, todo parte del deseo y la iniciativa de Dios de comunicarse con su Pueblo y de iniciar con él una relación de amistad. Ante el hombre que se esconde (imagen del Edén) del rostro de Yahveh, intentando encubrir su desnudez y su conciencia de la vista su Creador, el Dios misericordioso no se queda de brazos cruzados y busca reestablecer el diálogo con sus criaturas más amadas. La palabra que una vez fue dicha sobre Dios y su relación con el hombre, fue repetida y recordada, hecha rito y ceremonia religiosa, celebración de la vida misma, tomó cuerpo en el idioma del pueblo elegido y se hizo letra para iluminar y dar vida. Tan cierto como que no hay una tradición fundamental que no tenga su libro, así en sentido contrario, todo libro sagrado es el resultado de la cristalización de la Palabra proclamada, vivificante y de autoridad que no puede ser olvidada. El testimonio de todos los Patriarcas, de Moisés y de los acontecimientos que marcaron el surgimiento del Judaísmo con toda la teología implicada y su depósito moral, nos ha llegado gracias a la perpetuación de la palabra dicha y escrita, recogida y sacralizada en el culto hebreo. Así pues, podemos decir que la misma existencia de la Biblia es el testimonio de que Dios no se ha quedado en silencio. No por gusto hablamos del judaísmo como la religión de la Ley (libro escrito) y al Cristianismo, la religión de la Palabra encarnada (Dios mismo que viene a hablar). Luego, el ministerio de la Palabra es mucho más amplio que el del profetismo. Pero no se impide que se haga la analogía en sentido contrario, pues el que proclama la Palabra de Dios en el modo que sea, no deja de ser un verdadero vocero de Dios y profeta. Una visión de conjunto nos ayudará a darnos cuenta de que el profetismo no es más que un fenómeno-etapa en la historia de la salvación, y que también ha tomado otras modalidades válidas para cada momento histórico. Toda la historia de la salvación, que abraca muchos más que la suma de los dos testamentos (AT+NT), implicando las historias reales y paralelas en las que Dios no deja de manifestarse, hasta en pueblos ajenos a su “elección”, y toda la historia de la humanidad después de la muerte del último apóstol hasta nuestros días, es una evidencia de que la Profecía siempre está presente. Desde todas la revelaciones o manifestaciones de la divinidad a lo largo de todo el AT hasta el anuncio del ángel Gabriel a María, el envío y la predicación de los apóstoles, la expansión de la fe cristiana en el mundo y los frutos de bien que fuera del cristianismo ha cosechado la humanidad, etc., todo nace del deseo de un Dios amoroso que busca comunicarse con los hombres. Por último, es oportuno volver a decir que esta iniciativa no nace del hombre escurridizo, sino del Dios cuya naturaleza misma es la auto-donación dinámica y bienaventurada. Si quisiéramos ver el extremo manifestado de esta voluntad comunicativa del Padre, culminaríamos en la encarnación del Logos (Palabra eterna) para enmudecer sobrepasados por tal misterio. Cuando decimos que “Dios lo ha dicho todo en su Verbo” (San Juan de la Cruz), no estamos hablando de imágenes poéticas para ensalzar el mensaje de Cristo. El culmen del profetismo se halla realizado en el Profeta definitivo que ha venido a trazar como ningún otro el camino hacia el Padre y ha colocado su propia humanidad como puente hacia la intimidad con el Inaccesible. No hay mayor emisario o vocero que la misma voluntad expresada en persona, con palabras y gestos. Jesús fue esa voluntad y misericordia del Padre expresadas perfectísimamente. “El que me ve a mí ve al Padre” pues “el Padre y yo somos una sola cosa”, nunca hubo sobre la tierra profeta que gozara de tal prerrogativa: “Cuando hayáis elevado al Hijo del hombre, entonces, sabréis que yo soy”. El sello de su palabra fue la cruz y la garantía de su eficacia su resurrección.
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AutorRubén de la Trinidad, misionero paúl (Congregación de la Misión), cubano. Estudiante de Teología. ArchivosCategorías
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