Fides et Ratio, fe y razón, son las dos palabras con que Juan Pablo II quiso comenzar su Carta Encíclica que vería la luz el día 14 de septiembre de 1998. Trata sobre la relación existente y necesaria entre la fe y la razón, vistas como atributos y condiciones propiamente humanas en el ejercicio de su búsqueda por el sentido de la propia existencia. Lo más oportuno sería comenzar con las mismas palabras del documento: “La fe y la razón (Fides et ratio) son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad. Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo de conocer la verdad y, en definitiva, de conocerle a Él para que, conociéndolo y amándolo, pueda alcanzar también la plena verdad sobre sí mismo.”[1]
La capacidad que tiene el hombre de conocer el mundo, la realidad que le circunda y, que aun estando en contacto consigo, nunca llega a ser parte de él, es la misma que le hace conocerse y distinguirse como sujeto en el mundo y por tanto, a echar la zapata del auto conocimiento. El procurar saber sobre el sentido de la propia existencia no hace más que remitir a todo pensador, entiéndase a todo hombre, a inquirir por la propia esencia, en el quién soy y de dónde vengo. “Conócete a ti mismo” es el principio ya en boga desde hacía muchos siglos en la cultura griega para cuando vio la luz el Cristianismo. El ser humano es parte integrante y distinta a la vez del complejo cosmos, el entrar en un contacto desde la razón con la misma Creación es dar un paso también hacia adentro. En el fondo, como un background que se repite y va dando cohesión al documento, está la concepción cristiana y filosófica, de que la fe y el ejercicio de la razón no se oponen ni pueden oponerse válidamente como si fuesen antagónicos. Tanto una como la otra buscan un mismo fin: la Verdad. Es por ello que no puede haber una contradicción irreconciliable entre ellas, ni en su camino ni en su destino, sino que son como herramientas o vías para alcanzar un fin que a ambas le es propio: la verdad. A lo largo de la historia de la humanidad podemos ver como este inquieto buscador (el hombre) se hace las mismas preguntas y se plantea los mismos problemas. Sabemos que según ha ido contestando a estos cuestionamientos sobre el sentido último de la existencia, así se va enfocando su cosmovisión y por ende, determinará su actuar y modo de vivir. La Iglesia no es ajena a este hecho. Los cristianos somos conscientes del gran depósito que poseemos, no podemos dejar de enriquecer este ejercicio y proceso de búsqueda por la verdad connatural al hombre, cuando la verdad fundamental de nuestra fe descansa en el hecho mismo de un Dios que ha querido encarnarse y manifestarse a Sí mismo, como camino, verdad y vida para el hombre; como respuesta suficiente que puede dar satisfacción a las demandas más profundas de todo hombre. El acontecimiento pascual de un Mesías crucificado y resucitado, se presenta a la humanidad como un signo preclaro de que la esperanza de vivir del hombre y el no poder acostumbrarse a la idea de una muerte/no-existencia no es una expectación infundada y estéril. Es en Jesús, según creemos los cristianos, que podemos hallar la paz y la liberación ante la angustia desesperada por la “nada”, que se traga al ser humano en una sádica ironía del hado. Esta es la verdad de la fe cristiana, la herencia que guarda la Iglesia y la comisión que ha recibido de su Señor. Hay una pretensión latente en cada minuto de la historia humana, la Iglesia se sabe poseedora de este tesoro que le ha sido revelado y debe ser anunciado a toda criatura, es un mensaje que implica la capacidad de creer del hombre: su fe; pero también compromete su racionalidad. Este “Evangelio” que anunciamos, más que una adhesión ciega por temor a afrontar la crudeza de un fatalismo insuperable, es un asentimiento a la realidad que se nos muestra creíble, conveniente y fundamentalmente lógica. No hay que hacer naufragar la nave del pensamiento para aceptar el mensaje contenido en la persona de Cristo y, que habiendo “acontecido” en nuestra propia naturaleza, nos impele a tomar un partido y decisión, si cortar ninguna de aquellas dos alas mencionadas arriba: fides et ratio. Groso modo quiero ir presentando el contenido de cada uno de los capítulos de la Encíclica: En el primer capítulo hallamos la revelación de la Sabiduría de Dios. Además del conocimiento que viene de la razón y que sirve para llegar al Creador, existe un conocimiento que viene de la fe. Estas dos realidades o fuentes de verdad no se confunden. Cuando la revelación expresa el misterio impulsa a la razón a intuir unas razones que ella misma no puede agotar. Significa a su vez (cap. II) que hay una relación inseparable entre el conocimiento que viene de la fe y el que viene de la razón. De hecho se demuestra como en la Escritura ya se pone de manifiesto esta actitud de interrelación entre fe y razón. Para llegar al conocimiento de la verdad el hombre no puede prescindir del dato ofrecido por la revelación. En el capítulo tercero se constata cómo hay un natural deseo en el hombre por conocer la verdad. Se pregunta sobre una verdad que sea universal y que a la vez pueda ser principio de comprensión para todas las cosas en el universo. En esta tensión hacia la verdad, el hombre no se limita a verdades parciales y específicas, hay una verdad ulterior que persigue a la vez que le fascina. Hay una verdad absoluta intuida por el ejercicio de la razón, por su capacidad de filosofar, que no le deja quieto mientras no la descubre. Pero también tiene que reconocer que esta verdad ultima no se alcanza solo por el ejercicio de razón, necesita fiarse de la fe, del testimonio de otros: “En la vida de un hombre, las verdades simplemente creídas son mucho más numerosas que las adquiridas mediante la constatación personal”. En el capítulo cuarto hay una explicitación de la relación entre la fe y la razón. Se apela a la experiencia dialogal del pensamiento cristiano. Los primeros creyentes en Jesús para poder hacerse comprensibles y presentar el mensaje de la fe a los gentiles, no podían hacer solamente referencia a los profetas de las Escrituras sin salir del conocimiento propiamente religioso heredado; se hacía necesario tomar de la verdad que estaba en germen y ya presente en los grandes pensadores de la cultura griega. La filosofía no era una herramienta antinatural para la fe. Gran parte en esta obra de sacar a la luz la riqueza “pagana” la hicieron los Padres de la Iglesia. El capítulo quinto trata sobre las intervenciones de la Iglesia en cuestiones filosóficas. Hay varios pronunciamientos del magisterio con respecto a diversos planteamientos filosóficos. Aunque la Iglesia no toma partido ni canoniza una única línea filosófica o sistema filosófico, sí está en el deber de pronunciarse sobre cualquiera de estos, siempre y cuando estos atenten contra la integridad del mensaje revelado. Así debe mostrar todo aquello que en este sentido pueda haber como incompatible con la fe. Ninguna forma de filosofía puede pretender abarcar toda la verdad ni ser la explicación plena del ser humano, del mundo y de la relación entre el hombre y Dios. En el capítulo seis se trata sobre la interacción entre la teología y la filosofía, sobre las distintas exigencias que las disciplinas teológicas deben mantener en relación con el saber filosófico. Por esto se recalca que sin la aportación de la filosofía es muy difícil abordar de manera provechosa determinados contenidos teológicos. El capítulo siete trata sobre las exigencias irrenunciables de la Palabra de Dios. “La Sagrada Escritura contiene, de manera explícita o implícita, una serie de elementos que permiten obtener una visión del hombre y del mundo de gran valor filosófico. Los cristianos han tomado conciencia progresivamente de la riqueza contenida en aquellas páginas sagradas.” El tema central de este capítulo gira en torno a la Revelación, vista como el punto de referencia o de confrontación entre la filosofía y la fe. La Biblia es poseedora de un gran contenido también filosófico, que apunta a que la vida humana y el mundo tienen un sentido y están orientados hacia una realización en Jesucristo. En las conclusiones del documento termina diciendo el papa que se ha de tener en cuenta que “la negación del ser comporta inevitablemente la pérdida de contacto con la verdad objetiva y, por consiguiente, con el fundamento de la dignidad humana”, y que “verdad y libertad, o bien van juntas o juntas perecen miserablemente”. El hecho de que aspiremos a una verdad universalmente válida no es un indicio de intolerancia, todo lo contrario, es una condición para que exista un diálogo sincero y auténtico entre los hombres. El papa hace énfasis en que una de las mayores tentaciones en el fin del siglo XX fue la de la desesperación. En el fondo tenemos una crisis: se ha perdido la capacidad de pensar y de aspirar a conocer los principios más universales.[2] Bibliografía JUAN PABLO II: Carta Encíclica Fides et ratio, Libreria Editrice Vaticana, 1998. MELENDO, Tomás: Para leer la Fides et ratio. Ed. Rialp, 2000. NOTAS: [1] Cf. Fides et Ratio [http://w2.vatican.va/content/john-paul-ii/es/encyclicals/documents/hf_jp-ii_enc_14091998_fides-et-ratio.html] [2] Cf. DÍAZ Sánchez, J. Ramón: Razón y fe en el magisterio de Juan Pablo II [http://www.mercaba.org/JUANPABLOII/razon_fe_magisterio_juanpablo.htm] (Febrero 2017)
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AutorRubén de la Trinidad, misionero paúl (Congregación de la Misión), cubano. Estudiante de Teología. ArchivosCategorías
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