Introducción
La evolución de la liturgia se ha movido, a lo largo de la historia, entre el desarrollo doctrinal y la vivencia del pueblo cristiano, entre su significado teológico y su contenido ritual. El fenómeno litúrgico tiene, pues, una lectura teológica y una lectura histórica. La liturgia tiene una inserción real en cada una de las épocas en la que se actualiza. Durante los tiempos apostólicos se adaptó al mundo grecorromano, recogiendo algunos de los modelos de esa cultura, la cual había desarrollado una liturgia identificada con los modelos gestuales. De la liturgia grecorromana antigua, se pasará a la liturgia "romana" medieval, donde se consolidarán gran parte de las formas rituales que han pervivido en buena medida hasta bien avanzado el siglo XX. Durante el siglo XVI se verificaron unas importantes reformas desde el punto de vista doctrinal, sobre todo a raíz de la celebración del Concilio de Trento. Pero las transformaciones de mayor calado se produjeron con la implantación de las reformas del Concilio Vaticano II.[1] Aquí nos remitiremos al Sacramento de la Eucaristía en la Edad Media. Desarrollo Sumario histórico sobre algunas polémicas y herejías en torno a la Eucaristía Antecedentes de la edad antigua En la antigüedad cristiana, los docetas y las sectas gnóstico-maniqueas, partiendo del supuesto de que Cristo tuvo tan sólo un cuerpo aparente (no creían en la real encarnación del Verbo), negaron la presencia real del cuerpo y la sangre de Cristo en la Eucaristía.[2] En la edad media Por una referencia de Hincmaro de Reims[3], aplicada sin fundamento suficiente a Juan Escoto Erígena († hacia 870), se cita frecuentemente a este último como adversario de la presencia real de Cristo. Pero en sus escritos no se encuentra ninguna impugnación de la presencia real, aunque es cierto que insiste mucho en el carácter simbólico de la eucaristía.[4] El «libro de Juan Escoto» acerca de la eucaristía, citado por Berengario de Tours como prueba en favor de su error y condenado en el sínodo de Vercelli (1050), se identifica por diversos indicios con un escrito del monje Ratramno de Corbie († hacia 868), titulado De corpore et sanguine Domini. Es verdad que Ratramno no negaba la presencia real, pero, contra la doctrina de Pascasio Radberto († hacia 860), que sostenía la completa identidad entre el cuerpo sacramental y el histórico de Cristo, acentuó con mucha insistencia la diferencia que existe entre ambos en cuanto a la manera de manifestarse, y aplicó a la eucaristía los términos de similitudo, imago, pignus. Contra el realismo exagerado de Pascasio Radberto, se pronunció también Rabano Mauro en una carta al abad Eigilo de Prüm, que por desgracia se ha perdido; y lo mismo hizo el monje Godescalco en sus Dicta cuiusdam sapientis de corpore et sanguine Domini adversus Ratbertum, obra que fue atribuida erróneamente a Rabano Mauro. Berengario de Tours († 1088) negó la transustanciación del pan y el vino, e igualmente la presencia real de Cristo, considerando únicamente la eucaristía como un símbolo (figura, similitudo) del cuerpo y la sangre de Cristo glorificado en el cielo. Las palabras de Cristo: «Éste es mi cuerpo» hay que entenderlas, según él, en sentido traslaticio, de manera parecida a «Cristo es la piedra angular». La doctrina de Berengario fue impugnada por muchos teólogos (por ejemplo, Durando de Troarn, Lanfranco, Guitmundo de Aversa, Bernoldo de San Blasien) y condenada en muchos sínodos; primeramente, en un sínodo romano del año 1050 presidido por el papa León IX, y por último en el sínodo romano celebrado en la Cuaresma del año 1079 bajo la presidencia del papa Gregorio VII. En este último, se retractó Berengario de todos sus errores y fue obligado a prestar bajo juramento una confesión de fe en la que se admite claramente la verdad de la transustanciación y la presencia real de Cristo.[5] En los siglos XII y XIII hubo diversas sectas espiritualistas que, por aborrecimiento a la organización visible de la Iglesia y por reviviscencia de algunas ideas gnóstico-maniqueas, negaron el poder sacerdotal de consagrar y la presencia real (petrobrusianos, henricianos, cátaros, albigenses). Para combatir todos estos errores, el Concilio IV de Letrán (1215) definió oficialmente la doctrina de la transustanciación, la presencia real y el poder exclusivo de consagrar que posee el sacerdote ordenado válidamente.[6] Sístesis teológica de la Escolástica Los teólogos escolásticos, a lo largo de los siglos XII y XIII, reflexionaron sobre el misterio eucarístico, tratando de conjugar el realismo con las otras dimensiones de la eucaristía. Con la ayuda de las categorías aristotélicas de «substancia» y «accidente», se llegó en el siglo XII a la «transubstanciación», para expresar el proceso de conversión del pan y vino en el cuerpo y sangre de Cristo, que, siguiendo el dato bíblico -“esto es mi Cuerpo”- necesitaba explicarse como un verdadero cambio. Santo Tomás rechazó por una parte el «craso realismo popular»: Cristo no se «hace pequeño», no se esconde en el pan, no es tocado y mordido. Conjuga los diversos aspectos del misterio: la presencia de Cristo es real, aunque sacramental; es sacramental, pero real; la línea principal de santo Tomás es la clave antropológico-sacramental, llena de simbología, realismo y dinamicidad. Sus discípulos, después, subrayarían más lo de «real» que lo de «sacramental». A la vez santo Tomás comprende el misterio eucarístico como la “presencialización” del sacrificio de Cristo en el memorial celebrado. Antecedentes de la Reforma protestante En el siglo XIV, Juan Wiclef († 1384) impugnó la doctrina de la transustanciación enseñando que, después de la consagración, permanecen las sustancias de pan y vino (teoría de la remanencia). La presencia de Cristo en la eucaristía quedaba reducida a una presencia dinámica. El fiel cristiano recibiría sólo de manera espiritual el cuerpo y la sangre de Cristo. La adoración de la eucaristía sería culto idolátrico. La misa no había sido instituida por Cristo. Su doctrina fue condenada en un sínodo en Londres (1382) y en el concilio de Constanza (1418).[7] A partir de la reforma Los reformadores rechazaron unánimemente la transustanciación y el carácter sacrificial de la eucaristía, pero tuvieron diversos pareceres sobre la presencia real. Martín Lutero Bajo la impresión de las palabras de la institución, mantuvo la presencia real, pero limitándola al tiempo que dura la celebración de la Cena. Frente a la doctrina católica de la transustanciación, Lutero enseñó la coexistencia del verdadero cuerpo y sangre de Cristo con la sustancia de pan y vino, esto es la “consustanciación”[8]. Explicó la posibilidad de la presencia real del cuerpo y la sangre de Cristo basándose en la ubicuidad de la naturaleza humana de Cristo, que según él, por su unión hipostática, sería también partícipe real de la omnipresencia divina.[9] Urlico Zwinglio Negó la presencia real, declarando que el pan y el vino eran meros símbolos del cuerpo y la sangre de Cristo. La Cena, según él, sería una solemnidad conmemorativa de nuestra redención por la muerte de Cristo y una confesión de fe por parte de la comunidad. Juan Calvino Propuso un término medio, rechazando la presencia sustancial del cuerpo y la sangre de Cristo y enseñando una presencia según la virtud «secundum virtutem»; o sea, una presencia dinámica. Cuando los fieles, o sea, los predestinados, según la creencia de Calvino, gustan el pan y el vino, entonces reciben una virtud o fuerza procedente del cuerpo glorificado de Cristo (que mora en los cielos) útil para alimentar el alma. Contra todas estas herejías de los reformadores van dirigidas las definiciones dogmáticas de las sesiones 13ra, 21ra y 22da del Concilio de Trento. PARTE TEOLÓGICA: La Eucaristía en la teología medieval Los Padres post-nicenos (antecedentes) Entre los padres post-nicenos destacan de manera especial como testigos de la fe de la Iglesia en la presencia real de Cristo en la eucaristía. Entre los griegos: San Cirilo de Jerusalén[10], San Juan Crisóstomo, San Cirilo de Alejandría y San Juan Damasceno[11]. Entre los latinos: San Hilario de Poitiers[12] y San Ambrosio de Milán[13], quien constituyó una autoridad decisiva para la doctrina eucarística de la teología escolástica. San Agustín La doctrina eucarística de San Agustín, a pesar de tener predilección especial por la interpretación simbólica, no pretende excluir la presencia real. Refiriéndose a las palabras de la institución, expresa la fe en la presencia real, de acuerdo con la antigua tradición eclesiástica.[14] El testimonio de los padres se ve corroborado por el de las antiguas liturgias cristianas, en las cuales, en la llamada epíclesis, se invoca al Logos o al Espíritu Santo para que «convierta el pan en el cuerpo de Cristo y el vino en la sangre de Cristo»[15]. Santo Tomás de Aquino Santo Tomás prueba la conveniencia de la presencia real por:
Dogma y noción de la Transubstanciación Cristo está presente en el sacramento del altar por transustanciarse toda la sustancia de pan en su cuerpo y toda la sustancia de vino en su sangre. La palabra transsubstantiatio, fue usada en el siglo XII, por el llamado Maestro Rolando, quien más tarde fue papa con el nombre de Alejandro III hacia 1150. También hablan de transubstanciación Esteban de Tournai (ca.1160) y Pedro Comestor (1160-70), y es usada oficialmente por vez primera en un Decretal (1202) de Inocencio III y en el Caput firmiter del Concilio IV de Letrán.[17] La Iglesia ortodoxa griega, después del II Concilio de Lyón (1274), recogió de la teología latina este término y lo tradujo por el griego metousíosis. Pero cuando encontró mayor difusión este término fue durante el siglo XVII, en la lucha contra las teorías calvinistas sobre la eucaristía del patriarca Cirilo Lucaris[18]. Frente a la doctrina de la consustanciación propuesta por Lutero, según la cual las sustancias de pan y vino subsisten juntamente con el cuerpo y la sangre de Cristo, y frente a la doctrina de la impanación impugnada ya por Guitmundo de Aversa, según la cual entre Cristo y la sustancia de pan existiría una unión hipostática, declaró el concilio de Trento que toda la sustancia del pan se convierte en el cuerpo de Cristo y toda la sustancia del vino se convierte en su sangre. Tal conversión recibe el nombre de transustanciación.[19] Sin embargo, el carácter misterioso de la transustanciación no permite explicar de manera cierta el proceso de este misterio.[20] Las especies sacramentales Permanencia de las especiesLas especies de pan y vino permanecen después de la transustanciación. Según declaración del concilio de Trento[21], la transustanciación se extiende únicamente a las sustancias de pan y vino, mientras que las especies o accidentes permanecen. Realidad física de las especiesLas especies sacramentales conservan su realidad física después de la transustanciación. El Concilio de Trento afirma que las especies «permanecen», es decir, que quedan como residuo del término total de la transustanciación, siguiendo la tradición anterior, que no duda en absoluto de que a las impresiones de nuestros sentidos les corresponde una realidad objetiva.[22] Sin sujeto de inhesión Las especies sacramentales permanecen sin sujeto alguno de inhesión. Del dogma de la transustanciación se sigue que las especies, después de la conversión de las sustancias de pan y vino, siguen existiendo sin su propio y natural sujeto de inhesión.[23] La omnipotencia divina hace que sea posible la permanencia de los accidentes sin sujeto de inhesión, pues tal omnipotencia, como causa primera, puede sustituir el efecto de la causa segunda, cuando ésta falta.[24] Permanencia de la presencia real Duración de la presencia real Después de efectuada la consagración, el cuerpo y la sangre de Cristo están presentes de manera permanente en la eucaristía. De esto se hace eco toda la tradición antigua en su costumbre de llevar la eucaristía a los que no podían asistir al oficio divino, a los enfermos y presos.[25] Fin de la presencia real La presencia real, según doctrina unánime de los teólogos, dura mientras no se corrompen las especies que constituyen el signo sacramental instituido por Cristo. La cesación de la presencia real no puede considerarse como verdadera aniquilación, ni como conversión del cuerpo y la sangre de Cristo en otra sustancia, ni tampoco como movimiento local por el cual el Señor volviese al cielo. En lugar del cuerpo y la sangre de Cristo surgen probablemente aquellas sustancias que corresponden a la naturaleza específica de los accidentes alterados. La adorabilidad de la Eucaristía A Cristo, presente en la eucaristía, se le debe culto de verdadera adoración. De la totalidad y permanencia de la presencia real se deduce que a Cristo presente en la eucaristía se le debe culto de latría. El objeto total de este culto de latría es Cristo bajo las especies sacramentales. Estas últimas son co-objeto de adoración, pues están unidas con Cristo en unidad de sacramento.[26] Los padres post-nicenos dan testimonio de que a Cristo presente en la eucaristía se le tributaba adoración antes de recibir la comunión.[27] Y san Agustín dirá: “Nadie come esta carne sin haberla adorado antes.”[28] Mientras que en Oriente el culto a la eucaristía se limitó a la celebración del sacrificio eucarístico, en Occidente se fue desarrollando desde la edad media un espléndido culto a la eucaristía, aun fuera de la celebración de la misa: procesiones teofóricas, fiesta del Corpus Christi (que comenzó en 1264), exposiciones del Santísimo Sacramento (siglo XIV). PARTE HISTÓRICA: La Eucaristía celebrada (liturgia y ritos) La liturgia romana clásica El favor imperial ofrece a la iglesia romana la posibilidad de desarrollarse grandemente, con el edicto de Milán de 313, sobre todo a nivel de construcciones: surgen los grandes edificios de la iglesia catedral de Letrán y las basílicas sobre las tumbas de los apóstoles. Las exhortaciones preocupadas de diversos sínodos africanos dejan adivinar un desarrollo tumultuoso de textos litúrgicos. También san Ambrosio, pese a su celo por la autonomía de su iglesia de Milán, reconoce la importancia extraordinaria e irradiante de la liturgia romana. Si todas las liturgias occidentales se distinguen claramente de las formas del Oriente, el rito romano se distancia también de las formas todavía más ricamente desarrolladas del rito hispánico y visigótico. Distintivo particular de la liturgia romana es la plegaria eucarística, el canon romanus único, inmutable para todos los días del año y con pocos textos intercambiables (Communicantes, Hanc igitur). Ella ha ejercido un influjo fortísimo sobre todas las liturgias occidentales y en el transcurso de los siglos ha llegado a ser la liturgia casi exclusiva del Occidente (latino), y de cierto modo, de la iglesia universal (en América, Asia y Africa). Las formas típicamente romanas en sentido estricto comienzan cuando la iglesia local romana vive el paso del griego al latín, acontecimiento que tuvo lugar, con gran probabilidad, bajo el papa Dámaso (366-384). Aunque hayan sido puestos por escrito en un momento posterior, hay toda una serie de documentos que testifican cómo se celebraba en aquel tiempo el culto central; se trata de los libros que servían al pueblo de Dios de esta iglesia para celebrar, bajo la presidencia de su obispo rodeado de su presbyterium y de los ministros, los missarum solemnia, la misa solemne, como hoy diríamos nosotros. Estos documentos son: el Sacramentarium, que contiene todas las oraciones del sacerdote que celebra la misa (y también los otros grandes sacramentos); el Lectionarium, con los textos del AT y del NT que proclaman los ministros; el Liber antiphonarius, con los textos y melodías de la schola cantorum (y en teoría también del pueblo), subdividido en un Antiphonarius Missae y en un Antiphonarius Officii (para la liturgia de las Horas); el Ordo (romanus), el libro que describe la manera de ejecutar las acciones sagradas. Finalmente, debemos tener presentes los edificios y las obras de arte, que constituyen el espacio y el ambiente de las acciones cultuales y reflejan de alguna manera su espíritu. El Sacramentario recoge las oraciones del sacerdote. Inicialmente éstas se dejaban a la libre inspiración del celebrante; e incluso cuando éste recurría a modelos, en el fondo quedaba libre. Sólo poco a poco se comenzó a poner por escrito, a copiar y a conservar ciertas oraciones particularmente logradas, para ponerlas a disposición de otros sacerdotes en un libellus sacramentorum, un pequeño libro que contenía las oraciones necesarias para la celebración de los sacramentos. En un segundo momento, esos libelli se recogieron y se ordenaron primero de manera privada, y siguiendo criterios más bien externos (el orden de los meses). Luego, sistemáticamente, en una sucesión regida por criterios teológicos, disponiéndose dentro del anni circulus, se recogieron en el Liber Sacramentorum. Este es, de modo simplificado, el proceso que se verificó, poco a poco, a lo largo de dos o tres siglos. Testigos de ello son los sacramentarios,de los siglos V y VI. Todos estos libros siguen suministrando hasta hoy la mayor parte de las oraciones de la iglesia romana. Tras las oraciones de petición y de alabanza del sacerdote celebrante, atestiguadas por los sacramentarios, durante la acción cultual se hace la proclamación de la palabra de Dios, de la obra salvífica de Cristo. Para esa proclamación sirve el Lectionarium, que contiene los pasajes de la Escritura que se deben leer en voz alta. Al principio esas lecturas se elegían libremente de la biblia. Después se comenzó a indicar con signos en el texto bíblico los trozos que se debían leer y se redactaron listas con esas indicaciones, los llamados Capitulares. Finalmente, se copiaron nuevamente los trozos así indicados y se los reunió en libros especiales: en el Evangeliarium, para el diácono, y en el Epistolarium, para el lector; independientes al principio, uno y otro acabaron por confluir en el leccionario de la misa, que se distingue del leccionario para la liturgia de las Horas. Los manuscritos más antiguos que nos ofrecen ese tipo de textos se remontan a los siglos VI y VII. También a estos siglos se remontan los antifonarios, colecciones de textos y de melodías para la celebración de la misa y posteriormente del oficio divino, aunque las melodías más antiguas que nos han llegado son con frecuencia posteriores al tiempo del papa Gregorio Magno. De particular importancia son los Ordines (romani), que indican el modo de celebrar las acciones sagradas. Los Ordines que se nos han conservado son con frecuencia memorias de peregrinos franco-germánicos, que anotaron la costumbre romana que admiraban y la dieron a conocer en su patria para que fuera imitada, a veces adaptando o uniendo la praxis romana a las tradiciones locales. De todas formas, algunos de los Ordines Romani (OR) nos ofrecen un cuadro relativamente fiel de la liturgia romana del período clásico, o sea, del pleno desarrollo, anterior a la fusión con elementos franco-germánicos. Para este tiempo (VI-VIII) constatamos que se han desarrollado, con respecto a los documentos de los primeros siglos, el rito de entrada, la procesión ofertorial y la comunión, o sea, los tres momentos «procesionales» de la misa. La presidencia del papa y la concelebración de los presbíteros solemnizaron mucho las ceremonias. La celebración mantiene todavía un carácter comunitario. El pueblo entiende y oye las oraciones principales y las lecturas. Participa en la ofrenda de dones y acude a la comunión. La liturgia de la palabra se realiza con normalidad (aunque ya no se habla de la homilía ni de la oración de los fieles), y se proclama la plegaria por el presidente con toda sencillez, escuchando todos en silencio (incluidos los concelebrantes). Se introducen poco a poco nuevos cantos: además del «sanctus» y del canto de comunión de los que ya hablaba san Cirilo, ha entrado también el «Kyrie» y el «Gloria», así como más tarde (siglo VII) el «Agnus Dei». El cuadro puede completarse de manera excelente remitiéndose a los monumentos del arte contemporáneo que han llegado hasta nosotros, es decir, los edificios eclesiásticos y su decoración artística. Las basílicas, exteriormente grandiosas y sencillas, presentan en su interior una atmósfera cálida y festiva, en la que el pueblo de Dios se reúne bajo la presidencia del obispo con su presbiterio para la celebración comunitaria de la eucaristía. En este marco se debe ver la celebración festiva de los Missarum Sollemnia. Se trata del culto practicado por el obispo de Roma en su catedral, en comunión con todo el pueblo de Dios y con la utilización de todos los libros mencionados. Se subraya que se trata de un culto comunitario del obispo y del pueblo. El orden y la sucesión del conjunto corresponden todavía a la mejor forma bíblica. No existen oraciones privadas ni oraciones silenciosas del sacerdote en los escalones del altar, durante la ofrenda de los dones, antes y después de la comunión, añadidas solamente en el medievo. Únicamente se encuentra al comienzo un breve acto de adoración de la eucaristía conservada desde la celebración eucarística anterior. Por lo demás, toda la piedad personal se manifiesta en la celebración simple y genuina de la gran acción. Después del Introitus vienen la oración, las lecturas, la homilía (al menos en la época de Gregorio Magno), la ofrenda de los dones, la plegaria solemne y la acción de gracias (esto es, la eucharistia propiamente dicha) sobre esos dones y el sagrado convite bajo las dos especies para todos. Todo ello con gran sencillez y solemnidad. Hay un desarrollo de la plegaria eucarística originalmente griega (prefacio y canon), adaptada de acuerdo con el genio latino en la lengua clásica de la latinidad tardía cristiana. Naturalmente, la celebración que se describe en los Missarum Sollemnia es el culto festivo del papa, pero sirve de modelo a todas las demás acciones eucarísticas. Con gran libertad se orientan hacia este alto modelo en las celebraciones que los presbyteri realizan en los tituli (iglesias parroquiales) de la ciudad y en reuniones menos numerosas. Hay que aludir a la celebración de las solemnidades: navidad, epifanía, memoria de los mártires, y particularmente de los grandes apóstoles, así como de las solemnidades de María, Madre de Dios, la gran celebración del misterio pascual, o sea, la vigilia pascual, preparada por la quadragesima y prolongada en el tiempo festivo de la quinquagesima pascual (pentecostés), que concluye el día cincuenta con el domingo de pentecostés. En este espacio de tiempo festivo se inserta de manera elocuente la celebración de la iniciación cristiana: la preparación de los catecúmenos en los cuarenta días anteriores a la pascua; la administración de los sacramentos del bautismo, la confirmación y la primera plena y real participación en la eucaristía la noche de pascua, así como la atención prestada a los nuevos bautizados en la semana de pascua y en el sucesivo tiempo pascual. La peculiaridad de la liturgia romana puede caracterizarse como sencilla, precisa, sobria, breve, sin palabrerías, poco sentimental; una disposición clara y lúcida; grandeza sagrada y humana a la vez, espiritual y de gran valor literario. Para la tradición romana, la eucaristía es la acción sagrada que celebra el memorial de la muerte y resurrección de Cristo, culmina en la prex eucharistica (en el canon romano), está introducida por la oratio super oblata y por el prefacio, y se concluye con el Amén de los fieles. Estos últimos toman parte en la acción en dos momentos fundamentales de carácter procesional: la presentación de los dones del pan y del vino, y la aproximación a la mesa santa para comulgar. El final es la oratio post communionem. En esta acción solemne se cumple el memorial, que es la presencia del sacrificio de Cristo. La celebración se orienta a la adoración de Dios Padre, pero mediante Jesucristo, en la representación de su único sacrificio. Sólo con mucha discreción se habla de la adoración del sagrado manjar, del cuerpo y la sangre de Cristo. Se trata siempre de la celebración de toda la iglesia, que se reúne para la celebración habitual (del domingo) en los tituli.[29] Las transformaciones de la liturgia romana al encontrarse con el genio franco-germánicoEs un dato histórico que la liturgia romana emigró hacia el norte, primero en un proceso casi imperceptible y más bien casual, y después de manera consciente. En esa emigración se adaptó, bajo múltiples aspectos, a las nuevas situaciones y se modificó para, volver, cambiada y enriquecida, a Roma como fundamento de la liturgia romana de la edad media. Inicialmente fueron peregrinos de países franco-germánicos, llenos de admiración por el ceremonial, los edificios y los textos de la liturgia romana, papal, los que la dieron a conocer en el norte con sus narraciones, con sus esbozos y finalmente con sus textos. Así, se acogían los elementos de una liturgia grandiosa y sencilla, sin renunciar al propio patrimonio, tal y como todavía se nos ha conservado en los documentos de la liturgia galicana antigua[30], caracterizada por el lenguaje sentimental, conmovedor, y por la acción dramática. Un primer resultado de la fusión de las dos formas son los Sacramentaria Gelasiana del siglo VIII, cuya forma original se elaboró probablemente en Flavigny hacia la mitad del siglo, bajo Pipino. Pero la admiración por Roma y la veneración hacia la iglesia de San Pedro empujaron todavía más a los nuevos pueblos. Repetidamente Carlomagno pide al papa “textos romanos puros”. Un patrimonio originalmente romano, en sí mismo herencia de los comienzos del siglo V, elaborado en la Roma papal de los siglos V-VIII, se adopta en la capilla palatina del rey-emperador y sirve no sólo para Aquisgrán, sino para todo el país de los francos y en el imperio de Occidente como base para una liturgia enriquecida con elementos autóctonos. La nueva liturgia mixta es más rica que las formas simples de la antigua liturgia romana; se añade la espléndida consagración del cirio pascual, misas votivas, un gran número de oraciones más marcadamente personales, sobre todo oraciones en las que el sacerdote confiesa privadamente y en silencio sus propias culpas y pide perdón (las llamadas apologías), que poco a poco van apareciendo al comienzo de casi todas las partes de la misa. Muchas oraciones son de tipo nuevo, se dirigen preferentemente al mismo Cristo y no ya, como en la forma clásica, sólo al Padre mediante Cristo; además se aprecia una fuerte conciencia del pecado, una angustia frente al juicio inminente. El carácter comunitario queda marcadamente en segundo plano; el pueblo creyente toma parte menos activa en el culto, con frecuencia es sólo un espectador mudo de una liturgia clerical. El sacerdote, que ahora está casi siempre de pie en el altar de espaldas al pueblo, celebra el culto con un aislamiento mayor y va asumiendo cada vez más todos los papeles que hasta ahora se habían distribuido entre varios ministros. Por eso le basta con un solo libro, que contenga todo lo necesario para la celebración; de aquí nace el Missale plenarium, en el que se recogen a la vez antífonas, oraciones, lecturas, prefacios, canon y toda la ordenación de la misa. De manera semejante se recogen juntas las rúbricas y los textos necesarios para el culto celebrado por el obispo, primero ampliando más o menos los Ordines, y finalmente, hacia el 950, en el monasterio de St. Alban, de Maguncia, todo se sintetiza en un libro único que recibe el significativo nombre de Pontificale Romano-Germanicum. En este entorno se va creando una liturgia nueva, con una piedad nueva en una cultura cristiana renovada, para acercarse así a la síntesis propia de los siglos XII y XIII. Transformaciones, desarrollos, reformasLa liturgia del período romano clásico y la franco-germánica de los monasterios y catedrales era demasiado rica para poder llegar a ser patrimonio común. La joven comunidad de frailes menores de san Francisco de Asís, deseosa de celebrar la misa y el oficio divino “secundum ordinem sanctae romanae ecclesiae” (Regula II), adoptó esa liturgia. Fray Aimón de Faversham, ministro general de la orden (1240-44), reelaboró todo ello y lo hizo más practicable. Así, una vez reestructurada, esa liturgia, se difundió por todo el Occidente. Naturalmente, por la difusión manuscrita, se siguió ofreciendo la posibilidad de continuos cambios y enriquecimientos nuevos. Pero el núcleo fundamental y la actitud espiritual siguieron siendo comunes. Solamente el Pontifical fue modificado por el trabajo de Guillermo Durando, obispo de Mende (Francia), en 1285. En esta liturgia medieval, la visión de Iglesia que prima es la de comunidad de fieles ordenada jerárquicamente, capaz de asegurar la salvación de todos sus miembros ordenados en torno al obispo, que tiene el poder de instituir al clero y de santificar a los laicos, e incluso de consagrar al mismo emperador, los reyes y los caballeros: todo esto en tiempos y lugares sagrados. Se trata, en definitiva, de la liturgia pública, donde la Eucaristía ocupa el lugar cimero, celebrada por toda la cristiandad en las catedrales, en los monasterios y en las iglesias parroquiales de los siglos Xlll y XIV. El Ordo Missae toma una firme estructura, aunque afloran aspectos nuevos, como el que subraya la presencia eucarística del cuerpo del Señor, tras la controversia con Berengario y la clarificación del concepto de transubstanciación. Al comienzo del siglo XIII oímos hablar por primera vez de la elevación de la hostia después de la consagración; a los fieles les gusta cada vez más este espectáculo; participan en el culto, pero con frecuencia centran su interés en elementos secundarios. La comunión se hace cada vez más rara; aumenta la distancia entre el sacerdote y los fieles. Se multiplican las celebraciones de misas, sobre todo en privado. En el calendario se asumen nuevas fiestas: la de la Santísima Trinidad y del Corpus Christi. Se comprueba una asistencia más pasiva de los fieles en las acciones centrales; orientación hacia formas más periféricas de piedad; individualismo y privatización de la oración, que se muestra en el formato pequeño de los libros del oficio. Todo esto se desarrolla lentamente, asumiendo proporciones notables hacia el final del medievo, en el llamado “otoño de la edad media”.[31] Conclusiones Hemos podido apreciar, como a lo largo de la Edad Media, la comprensión del sacramento de la Eucaristía tuvo un desarrollo, no solo en la liturgia que lo celebra, sino en la misma teología que lo explica, y que sirve de base además para su celebración. El más grande de los sacramentos ha sido causa de polémicas sucesivas, no a causa de la diversidad de ritos que pudiesen haber (aunque aquí nos hemos remitido a la liturgia latina), sino a causa de su propia contenido, Cristo que se hace presente y real en la celebración de su misterio pascual, de su sacrificio, que ha ganado la redención de todo el género humano. No es de extrañar que “tan augusto sacramento” haya sido el centro de la adoración y el embellecimiento, no solo de los fieles, sino que los más ilustres pensadores y teólogos cristianos. Todo el acontecimiento eclesial se fue haciendo maduro en torno a la mesa del banquete de Cristo. Hasta nuestros días, seguimos celebrando este maravilloso “misterio”, quizás con renovadas formas y maneras, pero con la misma certeza de encontrar en él al Jesús resucitado con el que se encontraron los discípulos de Emaús. Bibliografía BOROBIO, Dionisio: La celebración en la Iglesia II. Los sacramentos. Ediciones Sígueme. Salamanca, 1988. ARNAU, Ramón: Tratado general de los sacramentos. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 1994. CODINA, Víctor: El Mundo de los Sacramentos. Ediciones Paulinas, 2da ed. Santa Fe de Bogotá, 1992. AQUINO, Santo Tomás de: Suma de Teología. Parte III, Tomo V. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 1994. DENZINGER, Heinrich: El Magisterio de la Iglesia. Enchiridion Symbolorum Definitionum et Declarationum de rebus fidei et morum. Editorial Herder, 2da ed. Barcelona, 2000. NOTAS: [1] Cf. Universidad de Navarra: “La Liturgia en la Edad Media” [http://dadun.unav.edu/bitstream/10171/9189/1/MC_4_09.pdf] [2] Cf. SAN IGNACIO, Smyrn. 7, 1. [3] Cf. De praedest. 31. [4] El Sacramento de la Eucaristía en [http://www.mercaba.org/TEOLOGIA/OTT/550-576_eucaristia_presencia.htm] [5] Cf. Denzinger 355. [6] Íd. 430, 367, 402. [7] Íd. 581. [8] Catecismo mayor, v 8. [9] Cf. Conf. Aug. y Apol. Conf., art. 10; Art. Smalcald. ni 6; Formula Concordiae 18, 11-12; II 7. [10] Cf. Cat. Myst. 4-5. [11] Cf. De fide orthodoxa, IV 13. [12] Cf. De Irin. VIII 14. [13] Cf. De Sacrament. IV 4-7; De myst. 8s. [14] Cf. Sermo 227: “El pan aquel que veis sobre el altar, santificado por la palabra de Dios, es el cuerpo de Cristo; aquel cáliz, o más bien el contenido del cáliz, santificado por la palabra de Dios, es la sangre de Cristo.” Cf. Enarr. in Ps. 33, Sermo 1, 10: “Cristo se tuvo a sí mismo en sus propias manos cuando dijo, mientras ofrecía su cuerpo a sus discípulos: Éste es mi cuerpo.” [15] Cf. SAN CIRILO DE JERUSALÉN, Cat. myst. 5, 7; cf. el Eucologio de SERAPIÓN DE THMUIS 13, 4; Const. Apost. VIII 12, 39. [16] Cf. Suma de Teología, III 75, 1. [17] Cf. Denzinger 414, 416, 430. [18] Cf. Confessio orthodoxa de PEDRO MOGILAS I 107, y la Confessio de DOSITEO 17. [19] Cf. Denzinger 884; cf. 355, 430, 465. [20] http://www.mercaba.org/TEOLOGIA/OTT/550-576_eucaristia_presencia.htm [21] Se mencionan las declaraciones de Trento por ser síntesis del pensamiento medieval, ya que su base la hallamos en la teología de Santo Tomás. [22] Cf. SAN AGUSTÍN, Sermo 272: «Así pues, lo que veis es un pedazo de pan y un cáliz; esto es lo que os dicen vuestros ojos. Pero vuestra fe os enseña lo siguiente: El pan es el cuerpo de Cristo; el cáliz, la sangre de Cristo». Y SANTO TOMÁS en la S.th. ni 75, 5: «sensu apparet, facta consecratione omnia accidentia panis et vini remanere». [23] El Concilio de Constanza rechazó la proposición de Wicleff : «Accidentia panis non manent sine subiecto in eodem sacramento»; Denzinger 582. De todo lo cual se deduce que las especies permanecen sin sujeto alguno. El Catecismo Romano (II 4, 43) califica esta sentencia como «doctrina mantenida siempre por la Iglesia católica». [24] Cf. S.th. III 77, 1; v. § 12, 1. [25] Cf. SAN JUSTINO, Apol. 165. Dar la eucaristía a los fieles para que la llevasen a las casas: TERTULIANO, De oratione 19, Ad uxorem II 5; SAN CIPRIANO, De lapsis 26; SAN BASILIO, Ep 93. Conservar las partículas que habían quedado de la comunión: Const. Apost. VIII 13, 17 y la «misa de presantificados», que existía por lo menos desde el siglo VII: Trullanum, can. 52. Y SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA en Ep. ad Calosyrium. [26] Trento condenó la acusación lanzada por los reformadores contra el culto a la eucaristía, culto que tachaban de idolátrico, llamando a los que lo practicaban «adoradores de pan». Cf. Denzinger 888. [27] Cf. SAN CIRILO DE JERUSALÉN, Cat. myst. 5, 22: «Inclínate y pronuncia el amén como adoración y reverencia» SAN AMBROSIO, De Spiritu sancto III 11, 79; «Por escabel se entiende la tierra (Ps 98, 9), y por tierra la carne de Cristo, que hasta el día de hoy adoramos en los misterios.» [28] Cf. SAN AGUSTÍN, Enarr. in Ps. 98, 9. [29] Neunheuser, B: Historia de la liturgia: [http://www.mercaba.org/LITURGIA/NDL/H/historia_de_la_liturgia.htm] [30] Cf. Missale Gothicum, Francorum, Gallicanum Vetus. [31] Neunheuser, B: [http://www.mercaba.org/LITURGIA/NDL/H/historia_de_la_liturgia.htm] (2017)
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AutorRubén de la Trinidad, misionero paúl (Congregación de la Misión), cubano. Estudiante de Teología. ArchivosCategorías
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