Podemos analizar las distintas etapas del profetismo bíblico en cinco etapas principales: (1) el período pre-monárquico, (2) el período de la monarquía unida, (3) el período de las monarquías separadas, (4) el del exilio babilónico y (5) el período post-exílico.
Otra forma también de subdividir el profetismo es en dos etapas. Una primera etapa, los profetas pre-clásicos, comprende a los llamados profetas no escritores, que son los que terminan en el siglo VIII a.C. Estos integran a los profetas de las dos primeras etapas según el modo de dividirlos arriba. Y los que comprenden el período del siglo VII a.C. en adelante, que son los llamados profetas clásicos, en integran las últimas tres etapas. De estos profetas últimos es que hemos tratado en la materia que nos ocupa. Sea cual sea la etapa o momento histórico que le haya tocado vivir al profeta, hay algo que tienen en común: el llamado a dar un mensaje por parte de Dios, el celo por la Ley y la intrepidez a la hora de denunciar un mal, sea moral o social, personal o público. Cada momento de la historia ha demandado el ejercicio del profetismo de alguna u otra manera. Desde el llamado de Moisés para emprender el camino de la liberación y dar la Ley divina a los israelitas, hasta la vida misma de Jesucristo, el nuevo Moisés. Hay dos realidades que se entretejen en la vida de la humanidad. Por un lado la actividad y el comportamiento de los hombres, y por el otro, la intervención o el obrar de Dios en el contexto humano. El profeta es el hombre pegado a Dios en la oración, pero también mediante el contacto con la realidad histórica en la que está sumergido, y de la que es él mismo heredero y responsable en parte mayor o menor. El contacto con Dios en la oración lo inflama en el sentimiento religioso, muy propio del pueblo israelita, y lo relaciona inmensamente con la idea de la elección divina. El conocimiento de la Ley y el contacto cotidiano con ella, le confirman en la certeza del cómo debe obrar. El contacto con la gente y la crudeza de los males del pueblo, en sus distintas realidades sociopolíticas, le hacen tomar partido por los más pobres, abandonados y desprotegidos del pueblo. De ahí que muchas veces se llega a ver el cuidado y delicadeza por el bien de los forasteros. El contacto del profeta con los más poderosos o acomodados del pueblo, aquellos que son tenidos como los principales de la ciudad, le lleva a conocer las diferencias existentes entre un estilo de vida y otro, reconocen como la riqueza, el poder y el vivir rodeado de placeres, les lleva a un olvido o traición de las tradiciones religiosas y orales. El contacto con la religiosidad popular, le hacen reconocer también el nivel de pobreza espiritual. El profeta no puede callar lo que conoce, por un lado es preso de la voluntad de Dios que además ratifica con el conocimiento de la Torá, mientras que por el otro lado es testigo de los males que asolan la verdadera fe y la vida que Dios quiere para su pueblo. El mensaje profético se vuelve en él como un fuego abrazador que le quema y le obliga a hablar, a gritar, a proclamar el oráculo de Yahveh, “poniendo su cara como pedernal”; también es el hombre llamado a denunciar toda la maldad que contempla y que despierta el celo devorador por Dios y por la religión judaica. Las denuncias del profeta se concretizan en la idolatría y el olvido de la Ley de Dios. Los sincretismos religiosos con las creencias circunvecinas, la idolatría, el descuido del culto y la traición que los sacerdotes mismos hacen de sus funciones, le obligan a desenvainar su palabra como una espada. La ira de Dios se manifiesta con todas las imágenes posibles en las descripciones del profeta. También denunciará el profeta todo tipo de explotación. No era suficiente él decálogo para recordar al pueblo elegido que ellos mismos fueron forasteros en tierra extranjera. Había que tomar partido también por la viuda, el huérfano, el desvalido, el abatido, cuya esperanza y soporte estaban en Yahveh. Retrasar el jornal al obrero o no hacer justicia a la viuda o al huérfano, serían pecados que clamarían al cielo. El desconfiar de Yahveh como guardián de su pueblo, el recurrir a los reyes vecinos para establecer alianzas con ellos y así poder salir victoriosos en las batallas, no era más que una verdadera “prostitución” en la mentalidad del profeta. Para vencer no hay que tomar el camino humano de las alianzas y de los convenios, negociando los intereses, que en muchas ocasiones terminaban por restar libertad a Israel y poner en peligro la pureza del culto a Yahveh. En este sentido, resultarán ocasionalmente incomprensibles los reclamos de los profetas, las profecías en los momentos de crisis son duras contra el pueblo elegido. Por haber puesto la confianza en Egipto, Asiria o Babilonia, Dios los abandona en manos de sus contrarios, cuando no de ellos mismos. Pareciera como si el perfecta estuviera al servicio del enemigo (recordemos a Jeremías). Algo debe quedarnos claro, el profeta no solo es un gran hombre religioso que no deja de ver el mundo con los ojos de Dios, de su Ley y su Justicia; sino que se trata de hombres profundamente objetivos, y no de se dejan engañar por falsas expectativas al punto de confiar tanto en el hombre que no vean la realidad de la miseria humana y el testimonio de la historia perenne: los planes de Dios se realizarán aunque los poderosos no puedan comprenderlos o se opongan a ellos.
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AutorRubén de la Trinidad, misionero paúl (Congregación de la Misión), cubano. Estudiante de Teología. ArchivosCategorías
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