Desde el instante en que somos bautizados, una profunda transformación tiene lugar en nuestra humanidad: empezamos a participar de la naturaleza divina. Sí, como lo estás leyendo, tu espíritu comienza a tener una comunicación con Dios que debe ir “empujándote” a una divinización y elevación de tu alma. La Trinidad Bienaventurada ha hecho su morada dentro de ti. Si tienes “espabilados” los sentidos interiores, irás reconociendo paulatinamente su obra santificante, que hace vibrar cada una de tus fibras, irradiando el esplendor de Cristo, ¡la gloria de todo un Dios “en acción”!
Así pues, te encuentras en condiciones de comenzar a tener actitudes distintas frente a la vida, el mundo que te rodea y, sobre todo, frente a las relaciones interpersonales (la interacción con tu prójimo). Si revisamos el modo que tenemos de relacionarnos con los demás, descubriremos que muchas veces actuamos desde una “pobreza de libertad”. Sí, a veces, obramos a merced de las emociones, las pasiones, la ira, el impulso irracional, o la inercia social, que coartan la libre determinación que debemos tener sobre nuestro propio comportamiento. ¿Por qué no hacer un alto y empezar a pensar antes de actuar? Sucede que nos desenvolvemos en una dinámica de “acción-reacción” y nunca nos da tiempo hacer un alto antes de actuar. O cuando hacemos un stop ya es demasiado tarde. Si me ofenden, ofendo; si me saludan, saludo; si me ayudan, ayudo; pero si me ignoran, ignoro; “a una, otra”. “Ojo por ojo y diente por diente” y ensuciamos la vida con cálculos bajos. Hemos automatizado la venganza inmediata o a largo plazo en nuestro sistema de relaciones. ¿Cuál es el resultado? Nos hallamos actuando constantemente bajo la acción del otro. Nos volvemos efecto de los demás y nunca causa de nosotros mismos. Perdemos la autonomía emocional. Nuestra mirada no alcanza más allá del horizonte de los “irracionales” y nos sometemos a su nivel, sin caer en la cuenta de que estamos actuando como títeres del “oponente”. Al final, nos sentimos vacíos y utilizados, sin saciar nunca del todo nuestra rabia vengativa. Y bajo la bandera de “el que me la hace me la paga”, convierto mi vida, que está llamada a la plenitud y a la felicidad, en un campo de batalla. La solución está en aprender a percibir con una “intuición divina”. Tenemos que aprender a ver las cosas como las ve Dios. Hemos de incorporar lo antes posible en nuestra vida “la mirada de Dios”. ¿Te suena un poco iluso o presuntuoso eso de ver como ve Dios? En seguida te explico. Los seres humanos estamos enfermos de una cierta “negatividad”. Es muy fácil para cualquiera pensar siempre mal del otro. Es común que hagamos prejuicios infundados y tildemos con cien oprobios a cualquiera que nos defraude. Es más fácil para nosotros criticar que alabar. Mas esta dinámica es tóxica. El prejuicio nos hace vivir en una constante desconfianza y pesimismo que se posicionan como torturadores psicológicos de nuestra cotidianidad. Además, por el hecho de ser seres limitados, aunque libres, nos sofocamos constantemente bajo dos velos: el tiempo y el espacio (1). Es por esto que solo podemos contar con el “aquí” (espacio) y el “ahora” (tiempo). Nunca podremos hacer un juicio perfecto sobre la otra persona, pues todos vivimos bajo la limitación de estos dos velos. Para Dios, sin embargo, nada de esto es un problema. Dios no es “sofocado” por ninguno de estos velos. De Él dice la Biblia que es el Alfa y la Omega, el Primero y el Último, eterno presente.2 Frente a su mirada, el pasado, el presente y el futuro se hallan a la vez. Cada partícula o rincón de este universo están presentes a su mirada y conocimiento de forma perfecta y al unísono. Sin dudas, Dios mira “a lo Dios”, de manera total y completa. La mirada del hombre, en cambio, es parcial, limitada, imperfecta. Dios nunca hace prejuicios porque siempre tiene ante Sí la totalidad de los datos. El hombre falla muy a menudo y mucho más cuando juzga invadido por las emociones, pasiones o con el “automático reactivo” encendido. Pero el resultado final de ambas miradas es lo más importante en este momento: la mirada de Dios siempre lleva a la integración armónica, la mirada del hombre conduce a una dinámica reactiva y tóxica. Estamos enfermos de “la vista”(3). Entonces, ¿cómo es que podemos apropiarnos de la mirada de Dios si somos meros mortales? Pues bien, no se trata de robarle la omnisciencia a Dios, ni su omnipresencia, no. Se trata de una actitud de vida. Mejor aún, de una actitud de “relación”. Intentemos explicarlo. ¿Te has imaginado alguna vez cómo es que nos ve Dios desde el cielo? ¿Has pensado que cada ser humano representa una ínfima partícula en todo el universo? No obstante, Dios es capaz de ver tus motivaciones y sentimientos más ocultos y hasta desconocidos por ti. La idea de cómo conoce y ve Dios genera mucha serenidad, pues Él nunca se desespera por conocer. Entonces, ¿se rebajaría al nivel de las simples criaturas a la hora de relacionarse con ellas? Por supuesto que no, Dios siempre actuará como Dios, lo contrario sería desnaturalizarse. Te pongo un ejemplo: Vas por la calle muy contento y de repente te ladra insistente e impertinentemente un perro. Continúas tu camino, pero el animal sigue fastidiándote. ¿En algún momento se te ocurriría agacharte y ponerte a ladrarle al perro? Claro que no, sería desnaturalizarte. Sería como hacer un cambio sustancial en tu persona por una errada percepción, o sea, por una manera equivocada de mirar las cosas. Si vieras al perro como si fuera verdaderamente un “enemigo” y te enfadaras con él, terminarías no solo ladrándole, sino hasta mordiéndolo con tal de defender tu dignidad. Sin embargo, nunca ha pasado por la “mente” del perro ofenderte o lastimar tu dignidad. De hecho, el animal no conoce ninguno de estos conceptos. Por el contrario, la actitud normal para cuando un perro te ladra es seguir de largo y no hacerle mucho caso, a no ser que intente morderte. Es a esta actitud a la que me refiero cuando te hablo de la mirada de Dios. Él no padece de ira porque alguno de nosotros le ofenda, o mejor dicho, le intente ofender. Ama a todos lo hombres en general, sabiendo que hay buenos y no tan buenos, santos y no tan santos. La mirada de Dios sobre nosotros es siempre de misericordia, pues conoce de qué estamos hechos, que somos limitados y testarudos. Pero siempre en su mirada hay ternura. Como si hiciese llover sobre justos y pecadores una mezcla de compasión y tolerancia para empapar nuestra “reactividad irracional”. Como si un padre abrazara a dos de sus chiquillos que se pelean a puñetazos. Así es como te mira Dios cuando, “inmerso” en tu reactividad, no atinas a ver más que aliados contra enemigos, puros contra pecadores, buenos contra malos. El secreto está en responder desde una actitud “proactiva” (4), o sea, inteligente y equilibrada. Comienza a ejercitar la mirada de Dios y atrévete a repetir de corazón las palabras del divino Maestro: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Mt 23,34). La mirada de Dios es una herramienta que espera ser asumida por ti para regalarte una nueva concepción del universo. Cuando te traten con dureza, ira, violencia, burla, u otro tipo de agresión, recuerda que la primera víctima no eres tú, que pudieras sentirte agredido, sino el agresor que sufre de cierto estado de “irracionalidad” y es esclavo de un profundo tormento subjetivo. El agresor solo da de lo que abunda en su interior. Si su comportamiento es tormentoso y tóxico es porque está transparentando la tormenta y toxicidad que lo habita. Estos son dignos de lástima. Por eso debes contemplarlos con misericordia, paciencia y una sincera intención de redimirlos de ese estado tan lamentable. Tienes que mirar como mira Jesús (5). Pregúntate: ¿cómo lo vería Dios?, ¿cómo lo contemplaría desde su altura? Y aunque no alcances a conocer perfectamente como le es propio a Dios, caerás en la cuenta de que Él conoce el final de la historia y su Providencia siempre actúa convenientemente. Asume esta actitud divina, te llevará a una serenidad de vida. Pacificará tus relaciones con el bálsamo de la tolerancia y la compasión. En el bautismo has sido regenerado y elevado a una participación con la esencia divina.6 Otros no pueden amar “a lo Dios”, pero tú sí. Otros no pueden perdonar “a lo Dios”, pero tú sí. Otros no pueden contemplar las cosas, las personas y los acontecimientos como los contempla Dios, pero tú sí. Pues has conocido que por tu unión con Cristo no eres tú quien hace las cosas. Es Dios quien ama en ti, quien perdona en ti, quien contempla en ti. ¡Qué descanso tan placentero y seguro en la Providencia divina! Se trata de reconocer la altura de tu dignidad de hijo de Dios, sin sucumbir a la tentación de reaccionar como si no lo fueras. Recuerda, cuando vuelvan a “ladrarte” o agredirte, no te desnaturalices ni te resbales al nivel reactivo. Esas almas “agresivas” están clamando por que alguien las abrace con misericordia; por que tú las pacifiques con tu perdón gratuito e incondicional. El mundo se ve mucho más bonito cuando lo miras con los lentes de Dios. Inténtalo. NOTAS: 1 Cuando queremos que se apure el tiempo es cuando más parece retarnos; si queremos saber lo que sucederá mañana, no podemos. A veces cargamos con el pasado como con un bloque insoportable y condenatorio que nos limita y nos impide levantar la frente. Por otro lado, nunca podemos estar en más de un sitio a la vez, aún cuando navegamos en la red. Estamos obligados a esperar un “tiempo” para llegar de un sitio a otro. Se hace casi insoportable cuando esperamos que llegue el bus y nunca llega, o cuando nos quedamos atascados en un embotellamiento. 2 Cf. Isaías 41, 4; 44, 6; Apocalipsis 1, 8. 17; 2, 8. 3 Cf. Mateo 6, 22-23. 4 Entiéndase lo contrario de “reactiva”, que es automática e irracional. 5 Cf. Lucas 10, 33; 15, 20. 6 Cf. 2 Pedro 1, 4. (Fecha: marzo de 2015)
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“Omnia vincit amor” (todo lo vence el amor), afirma Virgilio, “et nos cedamus amori” (cedamos también nosotros al amor). No sin razón la mayoría de las culturas ven en este sentimiento universal el más sublime de todos. El más puro y supremo de los sentimientos, que en la fe cristiana ha sido identificado con la mismísima esencia de Dios (1), debería ser objeto de nuestra atención al menos por un momento. Comencemos por distinguir un poco qué es el amor.
La Santa Biblia coloca el amor como corona de las demás virtudes y carismas humanos y llega a decir: “Es fuerte como la muerte el amor, es implacable como el Seol la pasión. Son sus saetas como de fuego, llamarada de Yahvé. No pueden los torrentes apagar el amor, ni los ríos anegarlo. Si alguien ofreciera su patrimonio a cambio del amor, solo hallaría el desprecio.” (Cantares 8, 6-7). El mejor lugar para releer el pasaje paulino más excelente dedicado al amor sería ante una imagen de Jesús Crucificado (2). Abre tu Biblia en el capítulo 13 de la 1ª Carta de san Pablo a los Corintios (1 Cor 13)(3) y lee sin prisas este texto maravilloso. Sumérgete en él, déjate impregnar por su luz. Un eco siempre queda en mí de este pasaje, “el amor nunca acaba”. (4) Deberíamos aprender a tener al amor como un buen aliado en nuestra vida. Deberíamos pegarnos a él como al mejor de los maestros. Dijo san Agustín “ama y haz lo que quieras”, y ha habido muchos, sin embargo, que en nombre del amor han abusado de él libertinamente para terminar negándolo en sus obras. ¿Qué es pues el amor? Es la virtud por excelencia del Cristianismo. El amor es la fuente de nuestro “descanso sereno”, pues el descanso (o abandono en las manos del Providente) solo se da cuando hay confianza y el amor es precisamente la base natural de la confianza. (5) Podemos resumir el proyecto de felicidad que Dios quiere para la humanidad (su Reino) en una sola palabra: AMOR. Y esto es sencillamente -y lo repito- porque el amor es la esencia de Dios. Imaginemos, aunque sea un atrevimiento de la imaginación, la vida íntima de nuestro Dios, la Trinidad Santísima. Toda ella es como una serena danza de íntima relación y donación recíproca. Cada una de las Tres Divinas Personas “comunica” a la otra todo lo que es ella en sí misma sin disolverse, vaciarse o atenuar su intensidad. Esta comunicación en el interior de Dios no admite nada más que amor, y como en Dios no hay mezclas ni compuestos, entonces esta relación íntima en la Divinidad viene a ser la comunión de su propia esencia. Así es, no es una frase meramente romántica el decir que Dios es amor. Si el amor es el idioma de la Trinidad, cómo no aprenderlo y comenzar a “hablarlo” ya. Si echamos un vistazo sincero a nuestras relaciones interpersonales caeremos en la cuenta de que muchos de nuestros problemas han sido causados precisamente por no “hablar” bien el idioma del amor. Existen tres palabras para nombrar lo que se entiende por amor: “eros”, “philia” y “ágape”. Estos tres conceptos son como niveles o aspectos de una misma realidad. El “eros” es el amor propiamente natural, enraizado en la naturaleza del hombre. Está anclado al nivel más sensible y responde a nuestro sustrato biológico y fisiológico. Es por ello que el “eros” es muy sensual (se sirve de los sentidos) y si no está bien orientado por la razón y las virtudes, puede quedarse en el nivel de lo irracional. El “eros” intenta lanzarnos al éxtasis y se deja afectar fácilmente por las pasiones. Ya que tiende a una gratificación propia, el “eros”, aunque tenga su origen en la bondad del Creador, ha sido herido junto con toda la realidad humana por la concupiscencia (6). Puede elevarse a “ágape” mediante un camino de purificación, no ya buscando su propia satisfacción de manera egoísta, sino exaltándose en un acto de libre donación. Cuando hablamos de “philia” entendemos el amor de la amistad. Por ejemplo, cuando en el Evangelio se habla de la amistad entre Jesús y sus discípulos. Finalmente tenemos el “ágape”, el más perfecto de los amores. Es el propio de Dios, que se vuelca y entrega buscando la felicidad y “plenificación” de todas sus criaturas. Encuentra su realización en la constante donación de sí mismo para satisfacción del otro. El “ágape” también tiene éxtasis, no en el mismo sentido que el “eros”, sino en su potencialidad de salir de sí, de romper el frío enclaustramiento del “ego” que se mira al ombligo, para saltar a un éxodo jubiloso. El amor es amigo de la eternidad, de lo definitivo, es por ello que el verdadero amor no muere como cualquier otro sentimiento. Es un arroyo que nunca se seca porque tiene su fuente perenne en Dios. El verdadero “ágape” es un pedazo del cielo que se esconde en el corazón de cada uno de nosotros. Este amor ha sido el móvil de las obras divinas: Por amor Dios nos creó, para manifestar en nosotros la felicidad que habita naturalmente en Sí mismo. Por amor vino Jesús a salvarnos de toda la iniquidad y finalmente hacernos partícipes de su divinidad. Por amor el Espíritu Santo conserva toda la creación, mueve el universo a su fin feliz, custodia la Iglesia y empapa con su consuelo el alma de los creyentes. Como diría san Pablo, “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Romanos 5, 5). ¿Qué nos queda por hacer con este amor que se nos da libremente y está al alcance de nuestra voluntad? ¿Qué podemos hacer con la más grande de las fuerzas que mueven el universo? -“Et nos cedamus amori”, cedamos nosotros a él. Tu vida puede empezar a llenarse de toda bendición inmediatamente si usas esa virtud-fuerza escondida en el cofre de tu corazón. El amor puede cambiar un paisaje lúgubre por un colorido banquete; amando podrás cambiar tu vieja taza de vinagre con hiel por un fresco manantial de “leche y miel”. ¿Por qué esperar más? De hecho los mandamientos en esto se resumen: en amar (7). Beneficiarse del poder sanador del amor implica una ejercitación de esta virtud teologal (8) . El amor contiene una energía reconciliadora que logra integrar tu vida totalmente: Con Dios. Si siempre amas te reconciliarás primero con Dios. Así destruirás toda obstrucción a la libertad espiritual que necesitas. El Espíritu fluirá en ti dinámicamente reconfigurando la imagen de tu verdadero “yo”. Esta es la base de la “regeneración” pues reconciliarse con Dios es hallarle como PADRE. Contigo mismo. La autoconsciencia de ser configurado con la imagen de Cristo (9), esto es, de ser hijo en el Hijo, necesariamente te llevará a un amor propio no egoísta, pero imprescindible. Quien no sepa amarse a sí mismo nunca podrá amar a nadie. Con los otros. El dinamismo del amor nunca se estanca en la soledad del ego, sino que se expande, se difunde. Mientras más profunda sea la experiencia del amor, más intenso será su estallido hacia el prójimo. Que el círculo de tu reconciliación con los hombres nunca sea cerco que delimite, sino abrazo incluyente. Con el universo. Finalmente todo el “cosmos” con su historia y sucesos, tu contexto de vida, tu historia personal, la naturaleza y la vida, aunque estén laceradas también por la huella del mal y el desorden, esperan por una mirada de misericordia (Romanos 8, 22). Tu ejemplo está en tu Dios, que amando a todos sin discriminación se entregó igualmente por todos para su salvación (Juan 3, 16- 17). El amor es el principio más cierto de la Libertad, comienza desde ya a construir tu liberación. Haz clic aquí para editar. NOTAS 1 “Dios es amor” (1 Juan 4, 8). 2 Juan 15, 13. 3 En muchas traducciones en vez de transcribir la palabra “amor” vierten “caridad”. Significan lo mismo. 4 Vers. 8. 5 El creyente que ama verdaderamente a Dios no puede dejar de confiar en Él. Este “confiar” provoca un relajamiento sereno y saludable (abandono) frente a Su perfecta Providencia. 6 La mala inclinación del hombre causada por el “pecado original”, la primera desobediencia del género humano a la voluntad del Buen Dios. 7 Cf. Mateo 22, 34-40; Juan 13, 34-35. 8 Hay tres virtudes teologales: la fe, la esperanza y el amor (1 Corintios 13, 13). 9 Cf. Efesios 1, 4-14; Colosenses 1, 20. |
AutorRubén de la Trinidad, misionero católico de la Congregación de la Misión (Padres Paúles). Cubano, estudiante de Teología. ArchivosCategorías
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