Jesús les respondió: «En verdad, en verdad os digo: antes de que Abraham existiera, Yo Soy.» Entonces tomaron piedras para tirárselas; pero Jesús se ocultó y salió del Templo. (Jn 8, 58-59) La cuaresma se va a acabando y Jesús se nos presenta en una agitada conversación con los Judíos. Jesús se encontraba enseñando en el Templo, y después del discurso en que se nos presenta como “Luz del mundo”, comienza una ardiente disputa sobre sus propios orígenes y sobre el testimonio que Dios Padre y el mismo Abrahán dan de él.
En este diálogo acalorado, Jesús echa leña al fuego con una serie de afirmaciones. El Señor arremete con la primera afirmación: “En verdad, en verdad os digo: si alguno guarda mi Palabra, no verá la muerte jamás.” Estas palabras aturden y escandalizan al auditorio que de hecho ya había tenido que ir soportando las pretensiones de Jesús, tan mal sonantes para ellos. ¿Que pretende Jesús con estas palabras? El mensaje es claro, el Maestro se presenta como dador o dispensador de vida eterna. Aquellos que le obedezcan no morirán para siempre. Respuesta de los Judíos: “No nos cabe duda de que estás endemoniado, Jesús.” En la mente de los que no ven en Jesús al enviado del Padre no cabe otro cuestionamiento: Abrahán y los profetas han muerto, ¿y tú dices que el que te obedece no morirá? ¿Quién pretendes ser tú, quién te crees que eres? ¿Acaso te crees superior a nuestro padre Abrahán? Jesús aviva el fuego de la discusión: Yo no doy testimonio de mí mismo, es mi Padre el que lo hace, ese al que ustedes llaman Dios, sin conocerlo. Yo sí lo conozco y por eso soy fiel a su palabra. Y en cuanto a Abrahán, -dice: “Vuestro padre Abraham se regocijó pensando en ver mi Día; lo vio y se alegró.” Jesús prepara así la solemne afirmación que hará de su persona a continuación. Pero, ¿cuál es este día de Cristo, que Abraham deseó ver y lo vio con gozo? Notemos que Jesús se está adueñando acá de una frase que resuena en todo el AT: “El día de Yahveh”, día escatológico, mesiánico, día del Juicio y la consumación final. San Agustín dirá que se trata del día de la encarnación del Verbo, San Juan Crisóstomo dirá que es el día de la Pasión, San Cirilo unirá el parecer de los anteriores. Lo que es seguro es que Jesús se está entroncando con la Divinidad al identificar su día con el día de Yahveh. No hay que restringir este “día” a un momento determinado de la vida de Cristo. Sino que el deseo de Abraham de ver este “día” de Cristo debe de referirse a lo mismo que Cristo dijo un día a los discípulos: “Muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis, y no lo vieron; y oír lo que oís, y no lo oyeron” (Lc 10, 24). Es decir, los días del Mesías, que era el ansia de todo israelita. Y ellos, que lo tienen presente, justo en frente de ellos, no lo quieren ver. Es así como lo entenderá el autor de la Carta a los Hebreos: “En la fe murieron todos (los patriarcas), sin recibir (en sus días el cumplimiento de) las promesas; viéndolas de lejos y saludándolas” (Heb 11, 13). A esta enseñanza de Cristo responden, sarcásticamente, los judíos, Respuesta de los Judíos, el desafío a los orígenes de Cristo: “¿Aún no tienes cincuenta años y has visto a Abraham?” Es ahora cuando se abre el telón ante la gran afirmación de Jesús. Tercera afirmación de Jesús: “En verdad, en verdad os digo: antes que Abraham existiese, Yo soy” (εγώ ειμί). Yo existo = Yahveh. Jesús utiliza deliberadamente la expresión que evoca directamente el Nombre Divino: YHWH, YO SOY. El evangelista ya lo había proclamado de manera solemne en su prólogo al decir que el Verbo eterno, preexistente, divino, se había encarnado y había puesto su tienda entre nosotros. Última respuesta, la lapidación: Tan claro fue el mensaje que los judíos “tomaron piedras para tirárselas.” La lapidación era la pena legislada contra los blasfemos (Lv 24, 16). En estos casos la multitud procedía, sin más consideración jurídica, lapidándolos (Hch 6, 12. 58). Por Josefo podemos conocer que el pueblo, estando en el mismo Templo, tomó piedras allí mismo y apedreó a la cohorte romana en una ocasión. Sucede que el Templo aún estaba en obras. Pero no pudieron apedrear a Cristo, pues éste se “ocultó” y “salió del templo.” No era la “hora” de Dios (Jn 7, 30; 8, 20). La moraleja de este Evangelio está en afirmar que el Cristianismo, más que un conjunto de reglas morales elevadas, es la Fe en una Persona: Jesús el Cristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, el "Yo soy" eterno, que se nos devela en la Nueva Alianza por Él inaugurada. (22/03/2018)
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AutorRubén de la Trinidad, misionero paúl, cubano, estudiante de Teología. ArchivosCategorías
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